Mi mujer le pagó un almuerzo y le dio el dinero necesario para que pudiera pasar la noche en un hotel hasta ponerse en contacto con su embajada, y se fue. Días después, un diario de la ciudad informaba que el tal “turista suizo” era en realidad un sinvergüenza muy creativo, que fingía acento extranjero y abusaba de la buena fe de las personas. Al leer la noticia, mi mujer se limitó a comentar: «Eso no me impedirá seguir ayudando a quien pueda».
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