Cuando entraron al bar, el señor tanguero, que se tapaba la calvicie con una peluca, terminaba su gaseosa. Tamara y su esposa caminaron hasta la mesa del fondo de un bar de Chacarita. El tanguero los miró con disimulo cuando pasaron a su lado. Y el mozo ensayó cierta indiferencia. Tamara avanzó segura con su mini –muy mini– y los stilettos. Antes de sentarse, giró suavemente la cabeza en un acto deliberado de coquetería y su melena rubia flameó en el aire. Ana, su esposa, se ubicó frente a ella. Se miraron y sonrieron con complicidad.
Tamara es un crossdresser. Esto es: un varón, generalmente heterosexual, que lleva una vida habitual del género masculino, pero que le gusta vestirse de mujer en ciertos momentos. Y lo hace con la estética que persigue en su fantasía y el fetiche que le provoca el roce en su cuerpo de las ropas femeninas.
La subcultura del crossdressing ha empezado a descorrer de a poco el velo que la mantenía oculta. Mucho tiene que ver el éxito de una obra teatral, Casa Valentina, que la aborda en clave de comedia. Y que ofrece la punta de un ovillo que conduce a lugares de encuentro, códigos particulares y una jerga propia.
Tamara le cuenta a Viva que no es un travesti. Por el contrario, se define como varón heterosexual, con hijos, y feliz en su matrimonio de tres décadas con Ana. Jugar un rol femenino es una de las actividades que le da placer. “No estoy siempre vestida así ni me interesan los hombres. Esto no tiene nada que ver con mi sexualidad”, aclara con voz suave, sin dejar de mirar a su esposa.
Tolero que mi marido se vista de mujer, pero, la verdad, no lo acepto. A veces me pone entre la espada y la pared, me lleva a pensar si sigo o no sigo con él. (Carolina, esposa de Jorge)
Ana asiente. Dice que no tiene problemas en ver a su esposo en minifalda y stilettos. En toda la charla lo nombrará con su nombre femenino y hablará de “ella”. Aunque se casaron hace muchos años, supo de la existencia de Tamara hace poco tiempo, porque vestirse de mujer siempre fue algo que su marido hacía a escondidas, en soledad. Cuando el tema se blanqueó, fue un momento de desconcierto. El sintió alivio. Ana se llenó de dudas.
“Llegué a pensar que se había casado conmigo para guardar las apariencias –se sincera–. Pero cuando ‘ella’ me aseguró que esta práctica no tenía nada que ver con su elección sexual, que no le gustaban los hombres, quise saber de qué iba, por qué lo hacía. Traté de entender y lo acepté ”. En realidad, admite, primó el miedo a perderlo y que su hogar se fuera por la borda. Tamara completa la historia: “Para mí tampoco era fácil estar así frente a ella. No porque me diera vergüenza sino por incomodidad. Nunca se me ocurrió que esto iba a suceder. Tenerla a mi lado hace que no me importe nada de lo que me pueda decir otra persona”.
Superados esos días de zozobra, el personaje Tamara se fue incorporando a la vida matrimonial y esta situación parece haberle puesto pimienta a la pareja después de tantos años juntos. Empezaron jugando con la depilación, con el maquillaje, con el intercambio de prendas, y hasta se animaron a ir de shopping (Ana y Tamara), de la mano o del brazo.
“Para mí, ahora, es como salir con una amiga. Al principio, fue raro. Estaba atenta a no cruzarnos con alguien conocido o a que alguien le dijera una grosería. Hasta ahora eso no sucedió”, cuenta Ana. Como muchos en el ambiente del crossdressing, no quieren fotos y piden reserva de identidad. Prefieren cuidar el “lado A” de sus vidas .
En su “lado A”, Tamara es Néstor y se dedica al diseño. Una profesión que le permite llevar el cabello largo recogido y las uñas largas con un poco de brillo. Una imagen cool, a sus 50, que no levanta sospechas en el ambiente.
En el bar de Chacarita, donde conversa con Viva, Néstor/Tamara entrecruza las piernas moldeadas, fibrosas y extensas, que con los stilettos lucen interminables. La mini –muy mini– le queda bien. En abril de 2015, fue a su primera reunión cross y significó su salida al mundo como Tamara. “Ana me alentó mucho –señala–. Me vestí en la camioneta y, cuando llegó el momento de bajar, nos dimos cuenta de que no había elegido un nombre de mujer. ¿Cómo me presentaría? Así que ella misma me bautizó Tamara.” Néstor dice, con convicción, que ya encontró su imagen ideal para Tamara, su otro yo. La define como “una rubia inimputable”. Y confiesa que le gusta cuando recibe un piropo por la calle: “Significa una aprobación”.
En la superficie. El concepto crossdressing salió del territorio chico de los iniciados gracias a Casa Valentina, la obra dirigida por José María Muscari, y que se convirtió en una de las más vista de esta temporada en la calle Corrientes. La historia, escrita por Harvey Fierstein a fines de los ‘60, cuenta la intimidad de un grupo de crossdressers que solían reunirse en las afueras de Nueva York para transformarse en mujeres por un fin de semana. Hombres reales, con sus vidas auténticas, que cruzan de vereda.
“No es una obra sobre gays ni travestidos ni mariconadas –dice Muscari–. Es una comedia sobre las emociones de hombres que gozan y se realizan sacando afuera su costado femenino. Varones felizmente casados, con hijos, profesionales, que tienen ese fetiche vedado. En el caso de la obra, son empresarios, jueces, jubilados, militares, banqueros, recién casados, que agazapan el rouge y el delineador en su portafolio.” Para eso, los actores Boy Olmi (modelo de parte de la producción fotográfica de esta nota), Gustavo Garzón, Fabián Vena, Diego Ramos, Roly Serrano, Pepe Novoa y Nico Riera, bucearon hasta encontrar a las mujeres que había en su interior.
“Fue un trabajo de relojería expresiva junto a las dos únicas actrices de la obra, María Leal y Mariela Asensio –cuenta Muscari–. Además, resultó mi primer contacto con el mundo cross y me di cuenta de que hasta los actores más masculinos podían descubrir el goce de usar tacos y corpiños.” El director de la pieza cree que Casa Valentina fue bien aceptada “porque habla de la felicidad, de la libertad, de la tolerancia y sobre todo, del dolor hacia lo incomprendido. Todos sentimos temor sobre lo que desconocemos y más cuando se bordea la sexualidad”.
El refugio. En un tres ambientes ubicado en pleno centro funciona Crossdressing Buenos Aires, un cobijo para los hombres que juegan al cambio de hábito a escondidas de esposas, novias, hijos y, sobre todo, fuera de miradas indiscretas. En la subcultura cross, vestirse de mujer tiene un verbo específico: montarse. Algunos dicen que viene del argot gay y del teatro, por aquello de “montar un personaje”. Puede que haya una diferencia sutil con la acción de travestirse, pero los cross marcan muy bien la distinción.
Claudia Molina, la dueña del lugar, ofrece una sesión de dos horas en la que los participantes pueden elegir la ropa y cambiarse en un cuarto abarrotado de prendas de todos los estilos (desde las más clásicas hasta las más atrevidas), zapatos que superan el talle 40, pelucas de varios tonos y cortes, ropa interior y prótesis de siliconas para usar en el corpiño, resaltar la cola o marcar bien la cintura.
También, en ese refugio, hay un guardarropa para los que tienen su propio vestuario y necesitan un sitio donde esconderlo e ir a buscarlo cuando quieren montarse para alguna reunión, fiesta o simplemente, salir a la calle a caminar, casi siempre de noche, cuando hay poca gente.
“Vienen varones de entre 25 y 65 años –cuenta–. Suelen traer una foto en el celular y me dicen: ‘Quiero quedar así’. Buscan verse femeninos y sexies.” Una vez ya lookeados, Molina les ofrece una sesión de fotos, que después se llevan y suben a Facebook. La mayoría de los crossdressers tiene una página a nombre de su personaje de mujer y no aceptan a cualquiera así nomás.
Molina asegura que, desde el estreno de Casa Valentina, recibe más consultas a través del sitio web (www.crossdressingbsas.com.ar), y que le llegan, en promedio, una docena de hombres más por mes que van en busca de vestuario, maquillaje y fotos para el recuerdo.
“El crossdresser no es un travesti. Es una práctica íntima que está lejos de ser una oferta sexual”, analiza la psicoanalista Any Krieger, autora del libro Sexo a la carta. “En la clínica, se define al crossdressing como un desorden llamado travestismo fetichista. Yo lo pienso como un síntoma de esta época donde lo que impera es el desorden.” “Los cross describen cómo se preparan frente al espejo, lo cual puede llevarles horas, hasta ver esa mujer que se parece a su fantasía –explica Krieger–. Esta experiencia no es un cambio de sexo sino un cambio de género. Y la concreción de esa fantasía está dada por el uso de elementos como el maquillaje y las ropas femeninas.”
Salir con mi marido vestido de mujer es como salir con una amiga. Al principio estaba atenta a no cruzarme con alguien conocido, pero nunca nos sucedió. (Ana, esposa de Néstor)
Avanti, morocha. El hombre es grandote. Practica artes marciales. Tiene 51 años. Vive manejando un camión de repartos. Lleva el cabello al ras, renegrido. Sus ojos son oscuros; sus manos se cierran en dos puños gruesos. Se llama Jorge y se muestra como un macho alfa: “Si me tengo trompear con alguien en la calle, voy y lo hago”, asegura. En su celular tiene fotos de Laura, su nombre de mujer cross. Laura es una morocha de ojos verdes que se fotografía con muecas provocativas, una femme fatale. No hay rastros de Jorge debajo de la peluca azabache. “Siempre me gustaron las morochas de ojos verdes. Por eso uso lentes de contacto de ese color cuando soy Laura”, cuenta.
En la clandestinidad de vestirse con ropas femeninas, compró y tiró el vestuario entero varias veces, con el propósito —nunca cumplido— de no volver a hacerlo. “Llegué a pensar que me convertiría en travesti”, confiesa Jorge. Sobre todo, cuando se acostó con un hombre y sintió que había cruzado una raya. “No sentía angustia sino enojo. Por eso tiraba todo: pelucas, zapatos, ropa, maquillaje. Pero pasaban dos o tres meses y armaba un conjunto nuevo –cuenta–. Para mí no existía el concepto crossdresser. No sabía que otras personas vivían lo mismo que yo. Me enteré muchos años después.”
Carolina, su mujer, interviene: “Yo tolero esta situación, pero, la verdad, no la acepto. Me abrí un poco más, pero a veces siento que me pone entre la espada y la pared, que me lleva a pensar si sigo o no sigo con él”. Suena tajante. Jorge asiente, pero no retruca ni reprocha. “La entiendo”, acepta cabizbajo.
Apenas empezaron a convivir, hace más de una década, Carolina supo de la existencia del personaje Laura. Había salido y Jorge aprovechó que estaba solo para montarse. Pero, al cambiarse de nuevo, se olvidó la peluca en el baño. Un descuido o un fallido que lo obligó a contar que le gustaba vestirse de mujer y ser Laura. “En ese momento pensé: ‘O lo acepto o se termina todo’ . Como no quería terminar la pareja, decidí darle su espacio. Pero la primera vez que lo vi como Laura, en minifalda y tacos, me enojé mucho”, cuenta Carolina.
“A veces lo ayudo con el maquillaje o le compro un arito –se sincera ella–. Pero la mayor pare del tiempo sólo quiero que sea mi marido, que se quede en casa conmigo y no que salga vestido de Laura. Y de hecho, ni siquiera puedo llamarlo así, no puedo...”
Una diva. Agustina tiene 30 años. Llega a la reunión en Palermo Hollywood con lentes de sol y un aire glamoroso. Viste una blusa liviana de marca, la pollera ajustada, sandalias de tacos aguja. Por los accesorios, cuidadosamente elegidos, se nota que invierte dinero en su vestuario.
De día, Agustín –el lado A de Agustina– es un abogado de saco y corbata y cabello peinado con gel. Cuando se monta, va detrás de dos modelos que tiene en su cabeza. “Antes que nada mi abuela, que fue una mujer con un charme increíble. Y Grace Kelly, salvando las diferencias y las distancias, por supuesto”, describe mientras toma un té en un lugar de moda. Y sigue: “A veces, las chicas (los otros crossdressers) no se saben adecuar al vestuario con lo que les queda bien. Entonces yo les pregunto: ‘¿A quién querés parecerte: a Violetta, a Lali Espósito?’ Es importante tener en cuenta un criterio estético tanto como el paso del tiempo.” Entre los cross, hay estilos muy variados desde el vintage hasta el animé japonés y las botas de charol; y no faltan los que usan corset y puntillas que legaron de madres o abuelas.
“A muchas no les importa estar sufriendo en una cena con unos tacos empinados. El taco les da esa femineidad que les llega a través del fetichismo. Yo odio las medias de nylon, por ejemplo. Me parecen sofocantes. Pero para algunas chicas, las media son un must, y se las calzan en invierno o con 45 grados a la sombra. Es lo que les genera esa sensación de bienestar, el contacto de la lycra o del nylon con el cuerpo, que es ahí donde entra en juego el fetiche”, describe Agustina. Es la referente de un grupo de crossdressers que se reúne una vez por mes, en lugares públicos, a la vista de todos: “En el grupo, trabajamos mucho para que las chicas puedan dar ese gran paso de salir al exterior. Todas empezamos pegándonos las pestañas en el baño de casa, después probamos el lápiz labial, hasta que un día salimos a la calle”, explica.
Agustín/Agustina se monta cuando tiene ganas, sea para salir con amigos (los que saben de su práctica) o ir al cine o al teatro. Y si no, anda “de civil”, con ropa de varón. Sus recuerdos con ropas femeninas se remontan a la niñez. “A los 5, 6 años, la funda de una almohada o una sábana se convertían en un vestido de Oscar de la Renta”, sonríe.
“Hoy, un cross que no puede tener ese par de zapatos preciosos porque tiene una empanada en cada pie, lo soluciona con una ojota, una zapatilla, un look más deportivo. Cualquier medio es válido para alcanzar la imagen femenina más cercana a la idea de femineidad máxima”, detalla.
Agustín, el abogado de día, reconoce que tuvo parejas homosexuales, pero que a ninguno le interesó verlo vestido de mujer. Lo que marca uno de los grandes conflictos de esta subcultura: la aceptación de los demás sigue siendo complicada.
BOY OLMI:
"En el camarín hablamos de fútbol vestidos con medias de red"
En Casa Valentina hago de un juez que en secreto usa portaligas. Para nosotros, los actores, es fascinante componer un personaje muy alejado de lo que tenemos a la mano. Por eso, este trabajo implica un desafío tan complejo y atractivo, como hacer de guerrero vikingo o de príncipe azteca. Empecé sumergido en un vestido que usé siempre, para moverme distinto. El roce de mis piernas se sentía tan diferente a un pantalón. Hacia el final del proceso incorporé los tacos. Encontré el zapato cómodo, y empecé a jugar desde allí arriba. Entonces afloraron, muy naturalmente, las mujeres de mi vida. Mi abuela, mi madre y mis hermanas, las mujeres que amé y la que amo, las actrices y modelos, las bellezas de las fotos, las mujeres del cine y de los sueños... En el espejo de mi camarín hay imágenes de algunas de ellas, y hasta de mi padre en camisón y ruleros, en una de sus perfomances humorísticas. En ese ámbito íntimo de varones se produce, cada noche, la transformación. Corpiños, medias de red, lápiz de labios, delineador y pelucas, se van superponiendo en capas, en medio de charlas de fútbol, mate, elongación, y relatos de nuestros hijos y matrimonios. Una vez en el escenario ya somos “esos otros”. Banqueros, empleados, militares, padres, abuelos y maridos que juegan en secreto a ser chicas espléndidas. En los ensayos, vimos material de la obra presentada en Londres y en Broadway, pero lo esclarecedor fue conocer a los “crossdressers” reales de Buenos Aires. En una inolvidable reunión, nos contaron sus experiencias y secretos. Nunca me incomodé por intentar que este personaje fuera lo más mujer posible. Al contrario, ésa fue mi elección. El genial director Alberto Ure me enseñó que el teatro nos protege, y nos permite asomarnos al Cielo y al Infierno para después salir enriquecidos. No por viajar lejos uno se va a vivir a otro país. He viajado mucho por el mundo, y siempre me gustó volver a casa.
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