Iba llegando la hora, casi las once de la noche de ese 29 de agosto 2013, tenía los nervios de punta, a los veintitrés años que ya me acompañaban, yo nunca había tomado un avión, y en mi mente, solo estaban esas palabras populares que dice la gente: - Eso es como montar un ascensor;- Lo peor es la turbulencia -; - Lo mejor es ver el cielo de cerquitica;
Miraba las pantallas en aquel aeropuerto, no sabía ni qué hacer ni a donde dirigirnos, hasta tonta me sentía en medio de esa multitud de personas, con sus maletas de rueditas, turistas profesionales a los que el aeropuerto se les hacía tan familiar, que caminaban por el cómo en la sala de sus casas; por fin encontramos la fila correcta, era un vuelo chárter de Avianca y, con sorpresa y agrado, vimos la multitud de personas que se dirigían al mismo lugar, maletas, morrales, sombreros, familias, risas y nervios, era lo que inundaba esa sala de espera en la que al igual que yo, esperábamos para abordar esa ave blanca gigante que nos llevaría a un espectacular destino vacacional.
Había llegado la hora, mis ojos estaban viendo aquel pasillo blanco que nos llevaría hasta la puerta del avión, ese que tantas veces había visto en las películas, me sentía como una chiquilla, y hasta podría decir que recordé aquel sentimiento que tenemos cuando somos niños, en donde todo nos sorprende de una manera increíble; llegamos al avión, era gigantesco, un Airbus A320-200 que albergaría por una hora y quince minutos las almas de casi 160 personas incluyendo la tripulación.
Terminamos de acomodarnos cada uno en sus asientos, la espera se me hacía eterna y sentía el corazón palpitar a mil por hora, un cruce de sentimientos y emociones recorrían mi mente y puedo decirlo hasta el alma la sentía revuelta, lo que hacía unos meses solo era un tonto sueño ese día se estaba convirtiendo en realidad, mire por la ventana y solo alcanzaban a verse algunos destellos de estrellas, luces, aviones, el personal de transito del aeropuerto, hasta que sentí como se cerraba la puerta y empezaban a darnos las indicaciones correspondientes, cinturón de seguridad, destino de viaje, tiempo aproximado del vuelo, las palabras del piloto por los altavoces, y por último el tan esperado despegue, en ese momento comprendí la teoría del ascensor, los nervios me llevaron a la risa y la risa a las lágrimas de emoción, en menos de unos minutos ya nos encontrábamos en el aire, tranquilos y literalmente volando en el cielo.
Después de 15 minutos de haber despegado, vi que ya nos podíamos quitar el cinturón, uno que otro pasajero se levantó por su equipaje de mano, otros colocaron sus audífonos para ver algo de las pantallas que estabas en cada asiento, y otros como yo solo nos quedamos sentados mirando hacia la ventanilla para ver que se veía y de pronto vi como los auxiliares de cabina empezaron el recorrido por el pasillo del avión acompañados de un carro de comidas.
-¿Desea un jugo o tinto?, me pregunto de repente la azafata.
-Un jugo por favor, le respondí con algo de duda, no sabía si el juguito me lo iban a cobrar.
Me entrego un jugo Hit en caja acompañado por un emparedado de jamón y queso, me lo comí despacio, viendo la pantalla del asiento en donde había colocado una película cualquiera del menú, pasaron otros minutos y nuevamente los altavoces y las pantallas nos anunciaban que debíamos abrocharnos el cinturón de seguridad ya que estábamos por descender.
Tras una larga espera y pasada ya la media noche, salimos del avión y empezó la travesía, una fila eterna de casi 150 personas nos anunciaba que estaríamos en aquel aeropuerto mínimo otra hora más, trámites administrativos y tres puestos de control hacían avanzar la fila poco a poco, todos de tez negra, camisa manga corta y un acento característico que nos dejaban saber en qué lugar del mundo acabábamos de llegar.
Por fin llego nuestro turno, pasamos a la ventanilla y muy amablemente el funcionario nos solicitó documentos, nos realizó preguntas de rutina y nos cobró los $66.000 COP que costaban en ese entonces las dos tarjetas de ingreso a la isla, tomamos el equipaje y seguimos el sendero que nos llevaría a la salida del aeropuerto, como ya nos habían indicado que debíamos hacer, esperamos el transporte que nos llevaría hasta el hotel, me sorprendí mucho al ver aquellos taxis, todos carros de lujo, amplios, de marcas poco comunes en Bogotá o en cualquier ciudad del interior del país, las calles usuales de los pueblos que conocemos normalmente, y aunque no se veía ambiente de vida nocturna, era claro que estábamos en una ciudad despierta.
Llegamos al Hotel y realizamos el chek in, nos asignaron una habitación del piso 6, con las comodidades básicas la cual estaba de acuerdo a las expectativas de lo que nos habían vendido, sabíamos que no estábamos en un hotel cinco estrellas, sino, en un hotel de clase turista, donde vamos los de clase media a vacacionar, acomodamos las maletas y ¡a dormir se dijo!
Más tarde en la mañana, ya se sentía en la habitación los casi 34° que nos esperaban bajo el sol radiante, bajamos a tomar el desayuno, un buffet sencillo pero con mucha variedad, nos dejó probar las delicias de la cocina local, y como era de esperarse, una mezcla de culturas era lo que albergaba ese restaurante de ambiente familiar, observe mesas con comida para un batallón y solo estaban sentados cuatro personas, otras más moderabas tomaban justo lo necesario y prefería repetir si así lo ameritaba, niños corriendo, papás regañando, trajes de baño, pareos, sombreros y flotadores se vean por doquier, ya terminando el desayuno, decidimos salir a caminar para “bajar la llenura” y de paso organizar nuestro cronograma del día.
Llevábamos ya casi 9 horas de haber llegado a ese destino, pero aún faltaba hacer lo más importante, conocer el mar, verlo de frente, saludarlo, darle la mano y sentirlo de cerca, tome mis sandalias, agarre mi mochila y con el afán que me caracteriza, salí del hotel con rumbo hacia la playa, caminamos dos o tres cuadras ya que no estaba lejos, y entre vientos frescos, gente amable, turistas de toda clase y una arena blanca, encontramos esa majestuosa obra de arte, ese que llaman el mar de los siete colores y que ahora ya entendía el porqué de su nombre particular; camine hasta la orilla donde golpeaba la espuma del mar, un silencio profundo ensordeció mis oídos, solo podía escuchar el sonido de las olas que iban y venían, sentí nostalgia y alegría, y casi sin poder respirar, unas pocas lagrimas cayeron sobre mis mejillas y bajo un suspiro alcance a decir:
- Gracias.
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Spublicada el ( 10 abr 2019 ) por Yesenia |
Grandioso!! Viajar no es solamente tomar un descanso si no toda una experiencia!! |