Era un día lluvioso de julio. Recuerdo que estaba cantando en un funeral con todos mis amigos del coro en la capilla. De un momento a otro, empezó a chicharrear el micrófono y cuando toco mi bolsillo, me doy cuenta que por culpa de una llamada, se estaba acoplando el sonido. Pensé que si no contestaba, mi mamá iba a dejar de llamar, pero me equivoqué, seguía insistiendo. No sabía qué hacer. Apagar el teléfono significaría un fin de semana de castigo o quizá un chancletazo. Fue tanto, que uno de mis amigos del coro me pidió con gestos que abandonara el lugar y arreglara mi problema. En mi desesperación, salí tan rápido que no me di cuenta que el piso había sido encerado justo antes de la ceremonia y me resbalé justo al lado del ataúd. Por suerte no lo choqué, por lo que no me cayó encima, pero fue tragicómico escuchar cómo las personas que estaban allí dejaban de llorar y se ponían a reír. No pude volver a entrar a cantar.
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