El rey francés Luis XVI, convencido de que reinaba sobre los franceses en virtud de un derecho divino y que por tanto no tenía que rendir cuentas de sus actos ante nadie, se enfrentó a una situación totalmente nueva: la de un pueblo que se levantaba unido ante los abusos de la monarquía, alzando su voz contra el régimen y provocando una gran insurrección de clases contra el orden establecido en Francia. De los 28 millones de habitantes del territorio francés en 1780, el 97% estaba formado por campesinos rurales, burgueses de las ciudades, artesanos, comerciantes y mendigos y tan solo el 3% restante lo constituía la clase privilegiada, constituida por la nobleza y el clero.
La clase media francesa de la época, inspirada en los filósofos de la Ilustración, tuvo un papel crucial en la reacción popular de protesta, ya que fueron los primeros que comenzaron a exigir reformas. Tras la proliferación de las primeras movilizaciones, en 1789, Luis XVI convocó a los Estados Generales -equivalente al Parlamento francés actual- para buscar un acuerdo nacional ante la crisis política y económica. Las protestas y manifestaciones se fueron multiplicando, sobre todo en París, alcanzando su punto álgido el 14 de julio, cuando se realizó la famosa toma de la Bastilla.
¿Por qué la toma de la Bastilla supuso ese punto de inflexión? Principalmente, por la carga simbólica que tuvo. La Bastilla era la fiel representación del absolutismo y la arbitrariedad monárquica que imperaba en la Francia del siglo XVIII. Allí se encarcelaba sin juicio a los señalados por el rey. La rendición de esta prisión provocó un auténtico sismo social, tanto en Francia, como en el resto de Europa, llegando sus ecos hasta la lejana Rusia.
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