El olor penetrante que hace arder las fosas nasales y se pega en el cabello, las moscas que se posan en los alimentos y pican a los niños, los perros callejeros que llegan en busca de comida y las ratas hicieron que los habitantes de las cuatro comunidades que viven cerca al relleno sanitario del Inga no deseen que este centro prolongue su estancia en la zona. Ya lleva allí más de 16 años y la gente no lo tolera más.
A 45 minutos del suroriente de quito, entre llanos, lomas y un silencio campestre se asientan santa Ana, Itulcachi, el Belén y el Inga bajo, donde habitan unas 3 000 personas. Sergio Peña, líder del Belén, cuenta que el convenio firmado entre las comunidades señala que el relleno podrá funcionar allí hasta mayo del 2020. Pero las autoridades anunciaron que se extenderá cuatro años más, aprovechando todos los espacios libres.
Las pequeñas casas se levantan sobre grandes terrenos y rodean a la planta donde se da tratamiento a las 2 200 toneladas de basura que se producen en quito al día. Los desperdicios que salen de las viviendas de toda la ciudad van a los centros de transferencia y luego son llevados en grandes camiones llamados bañeras hasta el Inga, donde la basura es dispuesta de manera técnica y es enterrada. A pesar de eso, el proceso genera molestias.
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