Fin De Semana

La ubicación era sencilla :Las micheladas Kokin…. a unas cuadras de lo más erizo de iztapalapa.

Cualquier defeño/chilango que se respete sabe perfectamente que ahí hasta los perros traen cuchillo.

¡Bah! No me importó.

Tomé lo imprescindible: mi celular, (un viejo iphone 6s que se descargaba a cada rato y mi inseparable mariconera)

Esa noche le pedí a mi amigo el más Otaku que me acompañara.

Al salir al metro, se puso a voltear a ver a todos lados.

Dos veces creía que nos asaltarían, pero le dije relájate carnal, donde vivo esta más erizo.

En el camino, retando a nuestra frágil suerte, el íba fumando un cigarrillo mientras yo me reía de un meme que recordé.

Cuando llegamos a la sede se escuchaba un perreito sencillo, de esos que apenas te calientan las entrañas.

No había letrero o sujeto alguno que nos recibiera en la entrada: el sonido surgía de un cantón todo madreado. Tocamos la enorme puerta toda grafiteada: un portón de al menos metro y medio de alto. Nos abrió un sujeto de unos 40 años.

Con gorra y enfundado en su chamarra. Tenía facha de velador.

Le sonreí y todavía le ofrecí un descarado “Buenas Tardes”….

No nos dejó hablar, sólo nos dijo “allá se pide”.

Era un estacionamiento techado que usan como centro de recreación. Conté al menos unos 15 tambos, o mesas como ellos les dicen.

Tras avanzar unos 10 metros, llegamos a la barra, donde había 3 personas preparando las tan famosas chelas de este barrio, una morra tomaba la orden, otra te preparaba tu chela y la ultima te la entregaba. Todo estaba bien organizado, para que el servicio fuera rápido y eficaz.

Después de 6 micheladas, ya  estábamos medio ebrios, así que todo lo atravesamos como en un sueño. Lo más bizarro estaba por comenzar. Afuera de esas ruinas había una chica con lentes, rapada, que también veía su celular mientras esperaba en una mesa que anunciaba “tamales de mota”.

Le pregunté si vendía “piedra”. Me dijo que sí que en 50 la “riri”.

Yo traía, con suerte, unos 500 varos pero no los iba a malgastar en pendejadas.

La música comenzó a sonar, se escuchaban unas viejas bocinas retumbar con el bajo de las canciones.

Una chica que se hace llamar DjMataputos (y que iba a tocar esa noche) se paseaba entre la gente que apenas llegaba y prendía su respectiva pipa y acomodaba sus players.

Ver a mi amigo otaku perreando fue un joya, con el último 20% de batería que me quedaba pedí un uber. ¿Lo mejor de la noche? Regresé a casa con un número anotado en el brazo, un billetito de 200 pesos y listo para seguir cotorreando en mi querida CD azteca.