Muchos científicos creen que la ética es un producto de la selección natural, que se considera que ha conservado comportamientos sociales favorables al éxito evolutivo de los grupos. Las sociedades animales muestran muchos ejemplos de cohesión basada en la sumisión instintiva a lo que parece ser leyes no escritas. Los grupos primitivos antepasados de la especie humana tenían sin duda una organización de este tipo que, con el desarrollo de las facultades cerebrales, se transformó progresivamente en la institución de legislaciones explícitas, y en el respeto a las mismas. Las sociedades que se otorgaron leyes y las aplicaron resultaron ser más capaces de sobrevivir y proliferar que las libradas a la anarquía y a la competencia salvaje entre sus miembros.
Esta idea la amplió Edward O. Wilson, biólogo de Harvard, bajo el nombre de sociobiología, para que abarcara todo el tejido social humano.4 Según Wilson, que ha resumido sus puntos de vista en una importante obra, Consilience,5 todo nuestro sistema de valores, incluyendo las creencias, virtudes y normas relacionadas con ellas, es producto de la oportunidad evolutiva. El sistema existe simplemente porque resultó ser útil para el éxito evolutivo de los grupos que lo practicaron.
Muchos filósofos y científicos sociales se han opuesto vigorosamente a la sociobiología por diversas razones. Algunos ven en ella vestigios del darwinismo social, la posición empírico-lógica que defendió, especialmente, el filósofo inglés del siglo XIX Herbert Spencer, para justificar, sobre la base de la teoría de Darwin, los excesos del laissez faire ("dejar hacer") económico. En opinión de otros, la sociobiología exagera el papel del determinismo genético, en detrimento de las influencias ambientales, y promueve las discriminaciones raciales y sociales. En definitiva, la tesis de un origen natural de la ética no es aceptada, evidentemente, por los que creen que las normas morales fueron dictadas por Dios cuando entregó a Moisés las tablas de la ley en la cumbre del monte Sinaí.
Dejando de lado estas polémicas cargadas de ideología, ocurren dos reflexiones sencillas. En primer lugar, es difícilmente discutible que las sociedades sometidas a las leyes tuvieran mayor éxito que las sin ley. Por otro lado, la antropología comparada demuestra claramente que las leyes varían según los pueblos y las épocas. De modo que la selección natural desempeñó un papel; pero lo que ésta promovió fue la existencia de leyes, no necesariamente los detalles de su contenido.
Sea cual sea el origen de nuestro comportamiento ético, existen buenas razones para creer que, con el desarrollo del cerebro, la moral ha evolucionado progresivamente desde una forma puramente pragmática y utilitaria hasta una concepción más abstracta del bien y del mal. La mayoría de las civilizaciones distinguen entre las legislaciones, dictadas por consideraciones de convivencia, y normas éticas, basadas en valores absolutos. Estas siguen siendo arbitrarias en cierta medida, como demuestran, por ejemplo, los principales debates sobre bioética. Pero la distinción misma entre el bien y el mal parece hallarse profundamente en la naturaleza humana
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