Más de una vez he ex-
plicado que me dedico a la biomedicina, y para mi sor-
presa, mi interlocutor (pongamos por caso algún incauto
vecino temeroso de los “silencios de ascensor”) me ha
preguntado “¿y eso qué es?”. En mi ingenuidad, pensaba
que la fusión entre el prefijo bio y el término medicina era
suficiente para entender que mi trabajo se enmarca en el
estudio de las bases biológicas de la enfermedad (siendo
ésta una definición bastante simplista, por descontado).
Pero si encima intento explicar mi profesión recurriendo a
los términos expuestos más arriba u otros como biología
celular, o el rimbombante (pero bastante acertado) ba-
ses moleculares de la patología, probablemente mi inter-
locutor haya preferido lanzarse hacia las escaleras antes
siquiera de que el ascensor haya llegado a la planta baja.
En cambio, si digo que trabajo estudiando enfermeda-
des raras, se suele zanjar el asunto con bastante rapidez
porque se asume que soy algún tipo de médico. Pero que
sea doctor no significa que sea médico, y esta confusión
tan habitual se encuentra también en la base de la tesis
que manejaré en este artículo: que no existe un conoci-
miento en nuestra sociedad de lo que significa la inves-
tigación científica ni su posición clave respecto a otras
profesiones científicas o tecnológicas más popularmente
conocidas, como la práctica de la medicina en este caso
concreto. Cuando se lee acerca de curar enfermedades,
la mayoría de la gente piensa en síntomas y tratamientos.
Sin embargo, cuando hablamos de enfermedades, los bió-
logos moleculares nos referimos casi siempre a bioquími-
ca, genes y proteínas. Aunar esas dos visiones es bastante
complicado tanto para explicarlo como para entenderlo,
así que intentaremos aclarar unos cuantos conceptos an-
tes de continuar.