La alerta amarilla que vivió Bogotá durante una semana por la alta concentración de contaminantes en el aire es el síntoma de un problema mayor: la contaminación de la capital es severa, y se evidenció por el fenómeno meteorológico que hizo que se estancara el aire.
Así lo advierte Eduardo Behrentz, experto de la Universidad de los Andes y actual vicerrector de Desarrollo y Egresados, quien, respaldado en los estudios y seguimientos que ha realizado hace diez años del monitoreo del aire, afirma que la emergencia vivida por la capital no es nueva.
Tras declarar la emergencia el fin de semana pasado, la Secretaría de Ambiente explicó que en nueve de sus equipos de monitoreo se evidenció una concentración más alta de lo habitual de material particulado, la cual atribuyó a un choque de vientos que hizo que se estancara el aire y generara una capa contaminante visible a simple vista.
¿Qué lección nos deja esta alerta por contaminación?
Lo primero que hay que precisar es que la meteorología puede jugar un rol importante en agravar un problema particular, pero la meteorología nunca es la culpable de la contaminación, la cual viene de las fuentes vehiculares, de las fuentes industriales, de quemar diésel, de quemar carbón. Los vehículos que usan diésel, por sus condiciones de operación y la naturaleza química del combustible, tienden a producir mayor cantidad de partículas que los demás combustibles vehiculares.
¿La emergencia ocurrió porque hay de base una contaminación alta?
Por supuesto. La contaminación del aire en Bogotá, y el hecho de que en algunas zonas se incumpla la norma del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, no es nueva. Y no solo pasó esta semana por un fenómeno sofisticado o muy particular. Bogotá lleva más de una década con un problema severísimo de contaminación del aire. Los datos producidos por la Red de Monitoreo de la Calidad del Aire de Bogotá, operada por la autoridad ambiental distrital, muestran de manera inequívoca que gran parte de la ciudad, en especial el occidente, se encuentra violando la norma nacional de calidad del aire del Ministerio de Ambiente en lo referente a material particulado. Este ha sido el caso por muchos años.
¿Eso está documentado?
Entre 2008 y 2010, en la Universidad de los Andes hicimos el Plan Decenal de Descontaminación del Aire; en su momento fue adoptado por la Alcaldía Mayor como la política oficial de calidad del aire, y allí se incluyó un diagnóstico de en qué zonas es peor el problema, cuáles son las fuentes de esa contaminación y una estrategia de cómo descontaminar el aire. Además, sabemos cómo resolverlo. Las soluciones están a nuestro alcance.
¿Cuáles son las soluciones?
La primera medida, la más importante, la más costo-efectiva, la que más rápidamente tendría implicaciones inmediatas en salud pública es que los vehículos de carga pesada que utilizan diésel como combustible –eso significa volquetas, camiones, pero sobre todo el transporte público, los buses de TransMilenio, los del SITP, los del SITP provisional– tienen que estar equipados con lo que se llama tecnología de control de emisiones. Eso, en castellano, significa un filtro. Llevamos diez años diciendo eso, y no se ha podido lograr.
Y si es tan claro, ¿por qué no se ha hecho?
Para mí es falta de voluntad política. Eso va a costar algo. Si pones obligatorios los filtros en un vehículo diésel, a alguien le va a costar. Ese alguien se va a oponer, como siempre pasa cuando hay una norma ambiental. Hagan obligatorios los filtros de partículas o hagan obligatorias tecnologías limpias, o que un porcentaje de la flota sea eléctrico o de gas natural. La mayoría de los planes de descontaminación de las grandes ciudades del mundo e incluso de grandes urbes de América Latina hicieron esto: 1) racionalizar el uso y promover la eficiencia energética; 2) promover combustibles limpios; 3) uso de tecnología de control de emisiones. Aquí no pudimos con lo último.
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