En una tarde de invierno, conocimos a Miguel Ángel Silva Sulca, un limeño de 41 años, alto, de pecho estrecho y piernas delgadísimas, de cabello lacio y negro, al igual que el color de sus diminutos ojos, de cejas no muy espesas, más bien escasas. Tenía una frente amplia que conectaba perfectamente con su alargada nariz y unos labios, un tanto delgados que lucían pálidos y apagados, y cuando la risa los separaba, lo cual no ocurría seguido, dejaba ver dos filas de dientes desalineados.