Charo Cortés tenía cinco años cuando la vi por primera vez. Sus ojazos negros captaron mis pendientes de plata, y me pidió mirarlos de cerca. Así que me puse en cuclillas y ella puso sus manitas tras los pendientes, aleteando suavemente los dedos, como anémonas marinas, para verlos brillar en el movimiento. Mientras lo hacía, exclamaba, negando con la cabeza, con una sonrisa maravillada: “Oyssshhoyoyoy!!”.
A mí me pareció estar viendo a una miniatura infantil de Lola Flores, con su duende y su capacidad de hipnotizar. Era un cascabel, agradecida con lo que la vida le había regalado desde que llegó de acogida a la casa de mi hermana: comida, ropa limpia, tranquilidad y amor.
A su corta edad ya se había enfrentado a un cáncer, a la falta de todo lo básico para el crecimiento de un niño: comida, higiene, una cama en que dormir, colegio… y a un padre que se dedicaba a tener hijos con varias mujeres para vivir de las prestaciones sociales, y que abusaba de algunas de sus hijas. Su madre había enfermado y la situación se había agravado tanto que los servicios sociales, alertados por los vecinos, retiraron la custodia de 11 de los muchos hijos al infame patriarca. Charo había visto y vivido cosas espantosas. Y aún a veces no podía evitarlo y vomitaba relatos sobrecogedores sobre su pasado, con los ojos aterrados, intentando sacudirse el horror.
Pero este año ha cumplido siete años. Ya tiene padres adoptivos junto a una de sus hermanas, y está feliz con su nueva vida. Así que ha tomado una decisión: que Charo y todas sus penurias se queden en la cueva para siempre. Ha decidido que se quiere llamar Edurne, que le gusta mucho, y se ha emancipado de la mierda de infancia que le dieron para ser una nueva niña, una niña feliz.
Siete años y dando lecciones de vida sin saberlo. Olé tú, Edurne, ojalá tengas miles de pares de pendientes bonitos.
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