El inicio de la Gran Depresión no pudo ser más brusco. En apenas seis días, a finales de octubre de 1929, la Bolsa de Nueva York se hundió estrepitosa e inesperadamente. El crac borró de un plumazo el febril optimismo del mercado bursátil y la supuesta invulnerabilidad de la América republicana de los años veinte.
La Bolsa había subido sin apenas interrupciones desde el principio de la década, coincidiendo con un largo período de bonanza económica que sus contemporáneos vieron como una era de prosperidad sin fin. Durante los felices veinte, el país se dedicó con entusiasmo a la producción y adquisición de bienes de consumo propios de una economía industrial moderna.
Fueron los nuevos sectores del automóvil y de los electrodomésticos los que impulsaron el desarrollo económico de esos años y la consolidación de un mercado de masas urbano. Mientras, el pujante mercado de valores se convertía en el símbolo del potencial de crecimiento de la economía norteamericana. Hacia 1929 se contaban por decenas de miles los ciudadanos que se habían dejado tentar por la especulación bursátil, financiada en gran medida con créditos bancarios.
Estalla la burbuja
En septiembre de ese año la Bolsa alcanzó su cota máxima. A partir de esa fecha evolucionó a la baja, pero casi nadie percibió la amenaza del inminente crac. El 24 de octubre, conocido como Jueves Negro, el pánico se apoderó del parqué neoyorquino y el mercado sufrió una caída del 9%. El 29 de octubre, o Martes Negro, fue todavía peor, el día más aciago de la historia de la Bolsa de Nueva York.
La venta de más de 16 millones de acciones evaporó las suculentas ganancias de todo el año y arruinó a los especuladores. Algunos, desesperados, optaron por suicidarse. Y el mercado siguió desplomándose.
El crac tuvo un efecto devastador en la confianza de empresarios y consumidores. Su reacción negativa aceleró un deterioro económico apenas perceptible hasta entonces, pero que fue cada vez más evidente en los meses posteriores al colapso del mercado.
Nadie podía imaginarse en aquellos momentos que el batacazo de 1929 se convertiría en una depresión durísima, y menos que se prolongaría un decenio. La crisis anterior, la que siguió al fin de la Primera Guerra Mundial, había sido intensa pero no muy larga, y se creía que también esta sería breve y mucho más moderada.
Había calado fuertemente en la sociedad, sobre todo en los círculos empresariales, la idea de que la economía moderna y su inmensa capacidad de producción y consumo vencerían sin problemas cualquier atisbo de recesión.
En caída libre
Tales esperanzas resultaron vanas. Durante 1930, cientos de empresas sin liquidez cerraron, y las que sobrevivieron congelaron la inversión, lo que ocasionó la destrucción de innumerables empleos y un fuerte descenso de la producción. La demanda de bienes y servicios se contrajo debido al estancamiento productivo y el retraimiento de los consumidores.
La Bolsa continuó su declive, los precios agrícolas se hundieron, y la imposibilidad de los clientes de pagar sus préstamos puso a muchos bancos contra las cuerdas. Además, se produjo un acusado descenso de las exportaciones cuando los efectos del crac norteamericano se dejaron sentir en Europa a finales de 1929 y dieron paso allí a una crisis igualmente severa.
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