Son muchas las incógnitas sobre el régimen que quieren implantar los talibanes ahora que han recuperado el control del país y las tropas estadounidenses aceleran su caótica retirada, una cosa está clara: la República Islámica de Afganistán pasó a la historia.
La salida del país de su presidente, Ashraf Ghani, y la caída de Kabul en manos del talibán son ya el primer capítulo de una nueva era, la del emirato islámico que los insurgentes planean implantar en Afganistán.
Los talibanes se definen a sí mismos como el Emirato Islámico de Afganistán. Bajo esa denominación firmaron el Acuerdo de Doha de 2020, que supuso el preámbulo para la retirada de Estados Unidos, y sus portavoces la han repetido en los últimos días.
La llegada de los talibanes al poder fue celebrada por una parte significativa de la población. Este grupo consiguió eliminar en gran medida la grave situación de instabilidad constante provocada por décadas de conflicto interno y castigó duramente la corrupción estructural que existía en el país. Sin embargo, para llevar a cabo este control severo, se impusieron una serie de normas extremadamente estrictas basadas en una interpretación ortodoxa de la ley islámica.
Las mujeres pasaron a estar completamente relegadas a un papel testimonial en el hogar, ya que se les prohibió realizar cualquier tipo de trabajo o estudiar. Durante el gobierno vigente entre 1996 y 2001, las afganas no pudieron salir de sus casas sin acompañar y fueron víctimas de la más absoluta regresión de cualquier derecho fundamental. Esta cuestión fue la que más impactó a la sociedad internacional de la época.
A esto se suman las condenas que siguen estrictamente la ley islámica. El adulterio conllevaba la ejecución pública y el robo suponía la amputación, también pública, de una mano. Las restricciones a la literatura, fotografías, música, bailes y cualquier expresión de tipo artístico también predominaron durante ese periodo. Las ejecuciones por este tipo de “violaciones” de la ley islámica eran a menudo realizadas por los propios familiares de los acusados bajo presión.
Durante esos años tan solo la Alianza del Norte, una coalición de mercenarios y señores de la guerra que se hicieron fuertes en las montañas más septentrionales del país, consiguieron ofrecer cierta resistencia al Gobierno talibán del mulá Omar.
Pero la atención internacional se centró en ellos cuando las acusaciones contra el Gobierno talibán por acoger terroristas comenzaron a aflorar. El aislamiento de este régimen con el exterior fue casi total – solo Pakistán, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos les reconocieron- y las sospechas de que Afganistán era el campo de entrenamiento de Al Qaeda contribuyeron al aumento de la consideración de amenaza por parte de Occidente.
Esto empeoró tras el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, donde Estados Unidos lanzó un ultimátum a los talibanes para que entregaran a Osama Bin Laden y a miembros de Al Qaeda, algo que no pasó y derivó en una invasión internacional el 7 de octubre de 2001 bajo la operación “Libertad Duradera”.
En apenas tres meses todo el poder talibán fue depuesto por los actores internacionales en coalición con la Alianza del Norte y los líderes insurgentes se vieron obligados a capitular y abandonar el país.
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