Dos años y medio después de la última disputada, el domingo y en otoño se corre la París-Roubaix, el infierno del norte, imposible por la pandemia las dos últimas primaveras, y en el mundillo ciclista se habla del cambio de paisaje, de cómo, en su habitual primavera, los caminos de la Roubaix perseguían campos recién sembrados, y la luz era clara, y en otoño, los maíces están ya tan altos como ellos, y forman una cortina que les cierra el horizonte como las nubes seguras, y en el Carrefour de l’Arbre ya está en marcha la recogida de la remolacha azucarera, y en cómo todos los caminos de pavés que llevan a los campos están destrozados y marcados por las rodera de barro y las remolachas machacadas que dejan los tractores cargados en su marcha, y por la gran cantidad de hierbas que han crecido entre los pedruscos.
Se habla de que quizás llueva, un pronóstico cuyo acierto comprobarán antes las mujeres, que disputarán la primera París-Roubaix femenina de la historia el sábado, lo que convertiría a la reina de las clásicas en un prueba de ciclocross casi, una lucha del hombre contra el barro, y de cómo eso favorecería aún más a los ya muy favoritos, los grandes especialistas en ciclocross y en monumentos llamados Wout van Aert y Mathieu van der Poel, y sus duelos infinitos.
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