Audrey Parker, una maquilladora profesional de 57 años de edad, falleció el pasado 1 de noviembre en su casa de Halifax (Nueva Escocia) por medio de una inyección administrada por un médico. El cáncer de mama, que le fue diagnosticado en 2016, se había propagado ya a otras partes de su cuerpo, provocándole dolores insoportables. Unas horas antes de su deceso, Parker dijo que debió recurrir a la muerte asistida antes de la fecha que habría deseado, en razón de lo estipulado en la ley canadiense.
“No puedo predecir en qué momento el cáncer afectará a mi cerebro o qué otra cosa me pondrá más enferma. Yo quería llegar a Navidad y Año Nuevo, mi época preferida del año, pero perdí esta posibilidad por culpa de una ley federal mal concebida”, escribió Parker en su portal de Facebook. La ley canadiense de ayuda a morir, que entró en vigor en junio de 2016, establece que las peticiones deben ser aprobadas primero por dos médicos. Posteriormente, la persona que recibirá esta asistencia tiene que estar consciente y con lucidez en el momento de dar su consentimiento final. “Quienes ya hayan pasado la evaluación y recibido la aprobación deberían tener la posibilidad de escoger el momento propicio para morir por medio de una petición anticipada”, manifestó Parker en la red social.
El caso de Audrey Parker incrementa el debate en Canadá sobre la necesidad de reformar la ley. Unos 3.800 canadienses han puesto fin a sus días desde su entrada en vigor. En su forma actual, la reglamentación obliga a varios individuos —como sucedió con Parker— a elegir entre un fallecimiento prematuro y periodos de intenso dolor físico y emocional. Cabe señalar que Bélgica y Holanda permiten las peticiones de muerte asistida con antelación.
Shanaaz Gokool dirige la organización canadiense de Dying With Dignity. Cuenta a EL PAÍS que habló con Audrey Parker dos semanas antes de su muerte. “Nos ayudó a comprender la situación de estas personas que no fueron tomadas en cuenta en la ley. Es una violación contra sus derechos y que se está tolerando”, afirma vía telefónica desde Toronto.
El mismo día de la muerte de Parker, Ginette Petitpas Taylor, ministra federal de Salud, dijo en Ottawa: “Es una situación muy triste. Estoy de todo corazón con la señora Parker y su familia. Si yo hubiera tenido la autoridad y el poder de acordar una excepción para este caso particular, habría estado encantada de hacerlo. Pero tenemos una ley para todos los canadienses”. Petitpas Taylor precisó que los elementos relacionados con el caso de Parker y otros temas más aparecerán en un informe que prepara un grupo de expertos —a solicitud del Gobierno— y que se hará público a finales de este año. Además de las peticiones de muerte asistida con antelación, diversos organismos han pedido a este grupo que tome en cuenta las limitaciones en la ley impuestas a menores de edad y enfermos mentales.
Sin embargo, los liberales de Justin Trudeau no han precisado qué impacto tendrá el informe sobre posibles modificaciones al marco actual. El 2 de noviembre, las palabras de Jody Wilson-Rayboud, ministra federal de Justicia, mostraron que los cambios difícilmente llegarán. “No estamos considerando hacer modificaciones a la ley. El Gobierno piensa que es adecuada en su forma actual”, indicó.
En declaraciones a la agencia The Canadian Press, el presidente de la asociación quebequesa por el derecho a una muerte digna, Georges L’Espérance, calificó la respuesta de Wilson-Raybourd como “ridícula” y subrayó que es el reflejo de una ley que contiene errores de envergadura. La opinión de Shanaaz Gokool apunta en la misma dirección: “La declaración de la ministra de Justicia no es alentadora. Estamos recibiendo testimonios de otras personas muy preocupadas porque no pueden hacer sus peticiones con antelación. Pensemos también en un joven de 15 años que esté sufriendo terriblemente por el cáncer. ¿Qué puede hacer? ¿Esperar a que cumpla 18 años? Las cosas tienen que cambiar. Es un asunto de compasión y de respeto a los derechos”
“No quiero dormirme, quiero morirme”
Una mujer con esclerosis múltiple y un deterioro físico masivo pide poder acabar con su vida “cuanto antes”
La casa está llena de libros y cuadros, muchos pintados por ella misma. A María José Carrasco, madrileña de 61 años, se le iluminan excepcionalmente los ojos cuando dice una palabra, Pollock, su pintor favorito. No volverá a ocurrir en toda la entrevista. En un sillón articulado de una casa del barrio madrileño de Saconia, esta mujer, a la que diagnosticaron esclerosis múltiple en 1989, expresa claramente el objetivo del encuentro: "Quiero el final cuanto antes". Pero no tiene nada fácil cumplir su voluntad. La enfermedad va acabando con las transmisiones nerviosas y con la visión y el oído, afectados, sin poderse tener en pie, sin poder asearse o comer por sí sola, incapaz de escribir, teclear o usar un utensilio, sin casi poder tragar o hablar, Carrasco depende por completo de su marido, Ángel Hernández, de 69 años, técnico de audiovisuales de la Asamblea madrileña jubilado anticipadamente con 61 para poder cuidar a su pareja de los últimos 36 años. Una foto en una de las librerías de la habitación muestra a una pareja joven, guapa, muy a la moda de principios de los ochenta. "Es de cuando nos conocimos", dice él.
Para la pareja, "lo ideal sería una eutanasia, que se aprobara la ley, pero seguro que en el Congreso habrá alguna iniciativa de la oposición y se retrasa", afirma Hernández. El caso de Carrasco estaría dentro de los supuestos de la propuesta del PSOE que ha admitido a trámite la Cámara, ya que se refiere a una enfermedad grave, irreversible, mortal y que cause un dolor que el afectado considere insoportable.
Ella, hija de abogado, era secretaria judicial, explica cuando él se atasca al contar en qué trabajaba. "Hace ya muchos años los dos hicimos testamento vital ante notario. Y ya hace veintitantos –ninguno recuerda el año exacto–, con el diagnóstico todavía reciente, la mujer intentó suicidarse. Él se la encontró y la salvó. Y hablaron. "Le dije: no quiero impedirte que decidas tú, pero creo que todavía tienes suficiente calidad de vida", explica él. Cuando acaba el relato Hernández, Carrasco reacciona: "Quiero acabar ya".
Esta postura es el final de un trayecto de años. Han buscado remedios, pero, a falta de apoyos familiares (no tienen hijos ni padres, y solo él tiene hermanos, ya mayores, que no viven en Madrid), sus intentos con la Administración han fracasado. "Estuvimos nueve años en lista de espera para una residencia" que no llegó, cuenta Hernández. Como ella empeoró decidieron probar con una ayuda domiciliaria (la ley de la dependencia no permite recibir dos prestaciones). De eso hace seis meses. Hace un año, él pidió que la ingresaran temporalmente, dos meses, para poder operarse de una hernia que se había agravado de cargar con ella. Se lo denegaron, y él no pasó por el quirófano.
Ahora, su casa es su residencia. Tirando el tabique entre dos dormitorios han formado la habitación de ella. "Con mucha luz, que le viene muy bien", explica él. Con el avance de la discapacidad, el cuarto se ha convertido en un pequeño museo de todo lo que han perdido. Ahí están el piano que hace años que no se abre —con un dibujo que Alberti regaló a un familiar de Carrasco en la pared— y la silla de ruedas que ella ya no maneja, preparada para ayudarla a ponerse de pi