A 120 años del nacimiento de Jorge Luis Borges
Una Historia de Amor
Por Laura Esponda
Los que me conocen saben que uno de los amores de mi vida es Jorge Luis Borges. Aunque nunca tuve oportunidad de decírselo, todos mis amigos saben que Borges me eligió como su lectora privilegiada en una de las bifurcaciones del sendero catorceno del laberinto temporal en el que todavía no pudimos encontrarnos en persona. No pierdo las esperanzas. En el múltiple laberinto de espejos, nos veremos las caras a pesar de su ceguera precoz, porque los dos sabemos que el futuro es tan irrevocable como el pasado y que, en un momento no muy lejano, lo sentaré a mi lado en el living de mi casa, le enseñaré a navegar por Internet y le diré: ¨Esto también lo tenías previsto, viejo¨.
Por eso, esta es una historia de amor infinita en la que una y otra vez, en ese tiempo circular que no es real (ni quiere serlo) nos encontramos el viejo y yo para charlar de cuestiones que a veces tienen que ver con la vida.
a los doce años
La primera vez que nos conocimos yo tendría alrededor de doce años. Me lo presentó otro de los amores de mi vida (Es mentira eso de que sólo tenemos un gran amor) Ese otro amor fue el señor Luis, mi maestro de séptimo grado que, a pesar de que enseñaba Matemática, siempre empezaba sus clases con la lectura de un poema o de un cuento, y las terminaba generalmente con una pregunta metafísica del estilo “¿El conjunto de los conjuntos está adentro o afuera de ese conjunto?” Con el señor Luis comencé a intuir que las matemáticas, la literatura y la metafísica eran la misma cosa. Borges se encargaría más tarde de confirmarlo.
El cuento que leyó ese día el señor Luis fue “Los dos reyes y los dos laberintos”. Obviamente, no supe en ese momento de qué se trataba porque no entendí absolutamente nada de la anécdota. Pero tengo el recuerdo de su música: algo sonaba en esas frases, un sonido hecho de palabras, de palabras trabajadas como joyas, esculpidas como estatuas griegas, pinceladas azules en mis oídos asombrados. Lo nuestro no fue, como verán, un amor a primera vista. Borges era ciego. Pero supo seducirme con su voz, mucho tiempo antes de que lo hiciera con su inteligencia.
Cuando cumplí los diecisiete años y terminé la secundaria, me arrojaron al jardín de senderos que se bifurcan y me dijeron: “Elegí uno de esos senderos y caminá”. Entonces, no tuve más remedio que decidir entre las infinitas opciones, una carrera y, con ella, toda una forma de vida. En ese momento no era consciente de que con esa elección estaba dejando de lado todas las demás opciones: infinidad de formas de vida que ya no me pertenecerían: no sería científica ni filósofa; no sería actriz ni historiadora; no sería las otras que también hubiera querido ser. Cuando fui consciente de la imposibilidad de vivir todas las vidas que yo hubiera querido haber vivido, no pude menos que experimentar el sentimiento trágico de la pérdida irremediable de mis otras, que morían cada vez que estaba obligada a elegir.
Y entonces, una vez más, allí estaba él, como los grandes amores, explicándome por qué había optado por la única carrera capaz de abarcar a todas las demás; la única carrera que me permitiría vivir tantas otras vidas como libros fuera capaz de leer. Así, fui reina y fui mendiga; fui monja y prostituta; fui guerrera, sirena, cenicienta y bruja malvada, fui maga y fui esclava... Y en todos los casos, fui pasión por las ficciones de las que me enamoraba tan perdidamente como enamorada perdidamente sigo estando de Borges y de aquel señor Luis, que son uno y el mismo gran amor.
Si todavía no sintieron ese éxtasis que provocan las grandes pasiones, estén atentos, porque en cualquier momento puede aparecer. Y cuando se les presente un gran amor, no lo dejen escapar por nada del mundo: enamórense, apasiónense, piérdanse en los laberintos de aquello que les gusta, de aquello que logre despertar sus más fervientes pasiones, encuentren ustedes también a su propio Borges, porque, ¿saben qué? No hay nada más lindo que estar enamorados.
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