Sus seguidores le llaman el "Maestro". Jesús se comporta como tal. En aquella época era frecuente encontrar maestros ambulantes que tenían discípulos que les acompañaban. Estos maestros enseñaban su pensamiento. Había filósofos de la antigüedad que enseñaban así, aunque los grandes maestros tenían sus propias escuelas como la Acedemia de Platón o el Liceo de Aristóteles. Como Jesús llevó una vida itinerante, enseñaba en las plazas de los pueblos, en las sinagogas, en el campo, en el Templo. Cualquier sitio era adecuado para enseñar, sólo debía tener una condición: que pudiera acoger al número de personas que se congregaba.
El discípulo convivía con su maestro, compartía su sabiduría y también la comida. El tiempo que duraba el período de enseñanza el discípulo permanecía junto a su maestro. Si el maestro observaba que el discípulo no se comportaba como era debido, lo expulsaba del grupo. Evidentemente, los maestros recibían el pago por su enseñanza. Estos aspectos diferencian mucho al grupo de Jesús de esos otros grupos. Jesús acepta a quienes le siguen, a pesar de que se equivoquen o no compartan parte de sus enseñanzas. No sabemos de ningùn discípulo que Jesús despidiera de su grupo. En todo caso, sí tenemos noticias de discípulos que se fueron, como Judas, que le traicionaron, como Pedro o quienes fueron invitados a participar y denegaron la invitación, como el joven rico.
Los maestros de la antigüedad enseñaban un pensamiento determinado, unas ideas. Aquí Jesús también es diferente. Jesús enseña ideas, claro está, pero sus ideas no van a la cabeza. Lo que él dice toca directamente la vida de las personas que le escuchan. A Jesús le interesa que la gente cambie el corazón, cambie su orden de valores porque seguir a Jesús supone convertirse en alguien nuevo, ser una persona nueva pareciéndose cada vez más a Jesús.
Como las palabras de Jesús van dirigidas a la vida, no sólo al cerebro, están íntimamente unidas a sus acciones. Palabras y hechos van juntos. Los hechos se convierten en los signos que hacen visibles sus palabras. Son los ejemplos palpables de lo que dice. Si Jesús dice que es más importante el hombre que la Ley, que la Ley es algo secundario al servicio de las personas, la manera de hacerlo visible es curando a un enfermo en sábado o permitiendo que sus discípulos cojan espigas en el campo para poder comer. Porque para un judío la Ley decía que el sábado era sagrado, que no se podía hacer nada porque era la manera de reservar ese día enteramente para Dios. La norma en sí misma es buena, al poner a Dios en el centro de la vida, pero los judíos se habían quedado con la letra, es decir: "en sábado no se puede hacer absolutamente nada", sea lo que sea. Hasta estaban contados los pasos que es podían dar para no faltar a la Ley. Habían quitado todo el sentido a la Ley.
Jesús tenía muy claro el sentido de la Ley, que Dios era lo más importante, pero también la persona. Él se da cuenta que la Ley, entendida al modo de los fariseos y escribas, no servía para acercar más al hombre a Dios, sino que se había convertido en una carga difícil de soportar. La Ley no servía para liberar, sino para oprimir. Por esta razón dijo muchas cosas y también las hizo denunciando esa situación.
Los maestros de la antigüedad elaboraban un pensamiento determinado que buscaba sobre todo el conocimiento de la verdad. En el caso de Jesús lo que él dice ayuda a encontrar la verdad que es él mismo. La verdad no es una cosa y Jesús otra. Ambos se identifican. Quien se encuentra con Jesús, conoce la verdad. Por eso él dice de sí mismo que es la "Verdad". Esta "Verdad" no es como la "verdad" de los maestros de la antigüedad, una verdad intelectual. La "Verdad" de Jesús, toca directamente la vida. Por eso también dice que él es la "Vida". Y para conocer la verdad que es Jesús y llegar a la vida que es él tenemos que seguir un camino. También el dice: "Yo soy el Camino". Para andar su camino y encontrarnos con él, sólo tenemos que fijarnos en él, escuchar sus palabras y llevarlas a la vida.
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