El aspecto malote de Giménez y sus tatuajes de presidiario parecían anoche el disfraz de un niño inconsolable. No quería mirar el central uruguayo. Parecía el banderillero de un matador exánime. Y se desmoronaba entre lagrimones, tan abstraído en el dolor y en el sobrecogimiento que hasta ignoraba la presencia de las cámaras.
Le sucedía lo mismo a Alex Bergantiños, no ya contrariado por la escena del futbolista abatido, sino impresionado por haber provocado él mismo el encontronazo. Y se temió "lo peor", como lo peor se temieron los futbolistas que acudieron a socorrer a Torres. Vrsalijko le abría la boca para evitar que se ahogara. Y los médicos de ambos clubes organizaban un hospital de campaña, al tiempo que los jugadores arropaban la escena, aunque fuera para preservar la intimidad del Niño en una impactante agonía.
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