En lo más profundo del Amazonas peruano, se encuentra la etnia coto-auca, una tribu ancorada en el tiempo y el espacio que sigue viviendo el mundo con toda la magia del pasado. Repartidos en los ríos Yanayacu y Putumayo, son conocidos también como los orejones por colocarse pesados discos de 15 cm en los lóbulos. Hoy en día es algo habitual hablar del chamanismo y la magia indígena en todas sus variantes. Sus influencias se han hecho comun
Hemos caído en un neo-hipismo donde casi todo vale, y hemos amalgamado el mundo y su representación mágica en un pasto extraño con destino incierto y, en mucha ocasiones, imaginario. Como único recurso nos queda el trabajo de serios investigadores que, desde hace décadas, han cimentando sólidas bases para el entendimiento pleno de estas mixturas vegetales (antropología cognitiva); pero el problema emerge cuando, al término de su lectura, no tenemos nosotros, como individuos, elementos para nuestro análisis personal y lo único que nos queda es buscarlo por nuestra cuenta en remotos lugares de la Tierra.
Fue hace ahora tres años cuando me propuse llegar a la etnia coto-auca, en el corazón mismo del Amazonas peruano, para encontrar la respuesta personal e intransferible a esta cuestión. Buscaba un lugar donde poder probar las “plantas de poder” de forma primordial estando en un medio adecuado. Los Coto-aucas, se encuentran repartidos entre los ríos Yanayacu, Sucusari, Algodón y Putumayo y su último censo (INEI, 2009) nos da una población de 190 individuos aproximadamente. Aunque en proceso de aculturación y en peligro de extinguirse (hoy en día su vestimenta más usual es la occidental, traídas por misioneros, y los jóvenes son “viracochas”, según los más viejos, porque están escolarizados y por tanto, han dejado de ser coto-aucas). Sabía de antemano que esta tribu practicaba la toma de ayahuasca y que su sistema para hacerlo variaba con respecto a otros grupos tribales. Esto hizo que tomara interés por ellos desde hace años.
EL INICIO DE LA BUSQUEDA
Lo primero que hice fue visitar Iquitos, la capital de la amazonia peruana, tratando de hallar un medio que me condujera hasta ellos, lo que no me resultó del todo fácil. Existen en esta ciudad fronteriza un buen número de agencias de viajes que trasladan a los cada vez más frecuentes turistas en viaje de “aventura” por la selva. Estos, organizados para que el cliente no se rompa siquiera una uña, llevan a los extranjeros hasta etnias cercanas (boras, huitoto, etc.) que ya están totalmente desestructuradas por el dinero y la “civilización”, y puedan hacerse su foto con el “exotismo” que otorga el nativo o la clásica anaconda medio moribunda enroscada al cuello; todo ello rematado con una estadía en un lodge de lujo donde se dormirá plácidamente al socaire de los mosquitos. Es indigesto ver excursionistas blancos, con más o menos dinero, bailoteando estúpidamente con indígenas a cambio de unas pocas monedas. Fuera como fuere, este era el único medio que tenía yo para intentar acceder a los coto-aucas. En todos estos servicios turísticos me encontraba con la misma respuesta: “¿Coto-aucas? ¿Quiénes son? Pero podemos llevarle a…” “No, aquí no sabemos cómo se va, pero podemos llevarle a…” Sólo una agencia resolvió desplazarme al lugar (tras indicarles yo dónde localizarlos exactamente) pero sin comprometerse a mi integridad y dejándome a la vera del río sin más contacto con la etnia.
Fue a los dos días de búsqueda cuando al fin encontré una oficina que parecía conocer a alguien que podía haber estado con ellos. Gracias a este hecho providencial di con Johnny, un mestizo medio peruano, medio brasileño, con el que finalmente pude viajar y que, en efecto, había entablado amistad con esta tribu yanacuyana hacía ya varios años. Mientras preparábamos la expedición hice tiempo para visitar a los “chamanes” locales que a fin de cuentas no eran más que supercheros y brujos de fin de semana que, previo pago, te preparaban el brebaje selvático sin tener en cuenta más perspectiva.
EL PUMA DIABÓLICO
A los pocos días embarcábamos desde el puerto de Iquitos en dirección a la población de colonos llamada Mazán, donde nos abasteceríamos de nuevo material y de la embarcación privada que nos llevaría a nuestro destino final. Fue aquí, en una lancha de transporte de productos y pasajeros, donde conocí al señor Alberto, un hombre siempre risueño, de unos 50 años de edad, que vivía en una población cercana a Mazán. Este, tras largas horas de charla y descubrir de mi interés por todo aquello que se saliera de lo corriente, me habló del Yanapuma y cómo se había topado con él años antes en los aledaños del río Guano. Según me relató, el Yanapuma es una suerte de brujo misántropo que tras haberse retirado a lo más hondo de la jungla y haber pactado con los espíritus del bosque, con intención de alcanzar poder e independencia, podía adquirir la apariencia tanto de un hombre como de un puma concolor, puma negro o jaguar melánico. Se lo encontró siendo muy joven, en la espesura de la selva, cuando, yendo con su padre buscando buena caza, vio salir de un cenagal la figura horrible de un ser enorme y peludo con todos los atributos físicos de un otorongo negro; a diferencia de que este era bípedo y caminaba como un hombre. Se aproximó a ellos con un gran rugido y estos salieron despavoridos en dirección a su falúa. Me aseguró enfáticamente que, a pesar de ser joven y poco experimentado, aquella cosa no era un animal y su padre habló siempre de esa traumática experiencia como el encuentro con una bestia yanapuma.
Me contó también que pocos años después un trampero dio caza a uno de ellos y que este fue expuesto en algún estamento oficial de Iquitos, para asombro de todos. Sin embargo, el cuerpo despareció y jamás se supo qué fue de él. Por desgracia, no hice tiempo para comprobar esta historia.
Tras pertrecharnos en Mazán y adecuar la lancha que nos llevaría a los coto-aucas, nos pusimos, por fin, en marcha. En el ínterin, aproveché para poner en claro mis apuntes sobre ellos y lo engrosé con los datos que me iba ofreciendo Johnny, mi guía.
UN POCO DE HISTORIA
Los coto-aucas, viven en tres comunidades distintas: la de San Pablo de Totoya, en el río Algodón, y la de puerto Huamán y nueva vida, en el río Yanayacu y Sucusari respectivamente. Como dijimos más arriba, son conocidos despectivamente como orejones (por su afición a perforarse los lóbulos de las orejas y colgar en ellos objetos pesados, tales como platos que deforman su oreja entera), pero también se les denomina payaguas, payoguajes, tutapischo y Coro (mono aullador). Aunque ellos prefieren llamarse como siempre se han hecho llamar, los Mai Huna (los seres humanos).
Son descendientes de los payaguas, grupo tucano occidental, que al momento del contacto europeo se desplazaba en el extenso territorio entre los ríos Napo, Putumayo y Caquetá, y puede decirse que es son el resultado de toda una historia de migraciones y relaciones interétnicas con otros grupos tucano occidentales y familias lingüísticas. Durante los siglos XVI y XVII, son considerados un sub-grupo de los llamados “encabellados” (denominación referida a todos los grupos Tucano occidentales) y fueron entregados en encomienda y llevados para el servicio personal de los encomenderos a zonas auríferas.
A finales del XVII, los payaguas, aliándose con los tama, consiguieron huir al Alto Magdalena, pero de nuevo fueron atrapados y puesto bajo el yugo de las encomiendas. Fue sólo en 1964, cuando, tras haberse rebelado incesantemente, quedaron libres de los encomenderos que no se atrevieron a ingresar más en su territorio.
En el siglo XVIII, los payaguas, junto con otros grupos Tucano, fueron reducidos al sur por los misioneros jesuitas y al norte por los franciscanos, pese a lo cual no consiguieron hacerles sedentarios y una vez obtuvieron las herramientas de metal huyeron nuevamente al bosque, sembrando continuamente el desorden en las diferentes misiones.
A fines de ese convulso siglo, una parte de los payaguas se asentó en la zona del Napo, territorio reconocido como tradicional por los actuales orejones, y al inicio del siglo XIX, son absorbidos por otros grupos Tucano occidentales, los tama, siona y macaguaje. En esos años, la nueva República del Perú, propició la inmigración europea y el establecimiento de colonos en la amazonia. Surgieron entonces los patrones, quienes se sucederán en el territorio tradicional sometiéndolos a trabajos forzados.
A fines del siglo XIX, se desarrolló la explotación del caucho y cayeron bajo el dominio de sucesivos patrones dedicados a esa actividad. Durante este período, éstos dan a los orejones los nombres de los ríos que ocupaban. En esta época se dedicaron principalmente al transporte del caucho desde la cuenca del Napo a la del Putumayo y de abastecer de leña a los barcos a vapor.
Hacia 1925, recibieron la denominación de indios coto y orejones. Hacia fines de este período, cesaron las guerras intra-tribales, por falta de guerreros y la considerable caída demográfica.
Entre 1920 y 1940, los orejones fueron empleados en la explotación de la “leche caspi”, la madera de rosa, el marfil vegetal, las pieles de animales y a la explotación maderera.
Pero fue en los años 70 cuando, por un acuerdo entre el Gobierno peruano y el Instituto Lingüístico de Verano, los orejones, u coto-aucas, fueron afectados por cambios introducidos por los siempre entrometidos evangelistas quienes les embuten ideas por completo ajenas a ellos y sus creencias. Comienza una suerte de escolarización y el bilingüismo tucano-español. Afortunadamente, ante la posibilidad de intercambio con los regatones o comerciantes de paso, a los que venden sus productos de caza, cultivo y artesanías, hubo una tendencia a librarse del control de los patrones y “evangelizadores” y han retornado, en buena medida, a su antiguo status quo.
Con todos estos datos en la mano, sabía que no iba al encuentro de una etnia pura (como sí he hecho en otras ocasiones), pero sabía que, a pesar de todo lo anterior, su sistema de creencia y su universo psicopompo gozaban aún de buena salud.
LA TEMIDA LLEGADA
Tocamos la aldea coto-auca ya bien entrada la noche. El lugar estaba en silencio y tan solo se veían retazos de fogatas aquí y allá. Apagamos el motor de la lancha y nos deslizamos plácidamente por el río con la ayuda de los remos. Nos detuvimos cerca de una amplia maloca o casa comunal, magníficamente construida.
-“Debe esperar aquí, patrón, tengo que hablar con el jefe Liberato y ver si da su conformidad para que esté usted acá” –Me dijo mi guía, Johnny, mientras amarraba la lancha en un tocón de madera. Salió en dirección incierta y yo me mantuve expectante rodeado por la oscuridad y los sonidos selváticos.
Los coto-aucas, viven en grandes casas plurifamiliares (hai hue) donde por el día realizan sus actividades convencionales y por la noche las rituales, y están rodeadas de otras casas unifamiliares (mite huema) donde duermen las unidades conyugales. El jefe de la etnia no sólo es quien organiza las actividades sociales y de subsistencia sino que también ejerce las funciones de chamán (inti ba hiki) y es el encargado de dirigir toda la cosmogonía orejona galvanizando así a toda la etnia. Sabía de antemano que los occidentales no somos muy bien vistos entre ciertos indígenas y el término “pelacara” (el blanco que viene a arrancarnos la cara) era bastante común entre las tribus peruanas; y esta no era menos. Por tanto, lo que se debatiera entre Johnny y Liberato esa noche era fundamental si quería encontrarme con lo que buscaba. “Si no les gusta usted también pueden matarle de un lanzazo y nadie se enterará nunca –me advirtió el mismo Johnny antes de partir-. Pero yo cuidaré de usted, que los conozco muy bien”-Acabo por intentar tranquilizarme, siempre con sus sonrisa despreocupada en los labios.
Al poco reapareció con su linterna en la mano y me dijo que estaban de acuerdo en recibirme en la casa comunal.
LA PRUEBA
Sin descargar el equipaje nos fuimos en dirección a la casa mayor donde brillaba una fogata más grande que en otros sitios. Allí se encontraban ya un grupo de hombres (Apus o jefes) sentados en unas bancas rústicas y una mujer, oculta por las sombras, que no dejaba de mirarme con aire circunspecto y duro. Los coto-aucas son bastante receptivos pero una cosa que ya sabía de ellos antes de partir era que, a pesar de sus risas y sonrisas, para ser admitido totalmente y ganarse su confianza se deben pasar unas pruebas que ellos eligen a su antojo. Me recibieron con cordialidad y me hicieron sentar junto a ellos. Hablaban un español bastante fluido, pero este era tan tosco que a veces me costaba entenderles del todo. Sin apenas preguntarme nada me ofrecieron un fuerte aguardiente elaborado por ellos mismos que acepté sin contemplaciones. Bebí con ellos un buen rato y se inició una conversación bastante amigable. Curiosamente, sus preguntas no se centraban en averiguar de dónde venía yo o qué andaba buscando por allí sino que siempre iban orientadas a saber si yo era lo suficientemente fuerte o no. Creo que fui bastante condescendiente y respondí a sus preguntas con buen tino sin dejar de beber el licor que no dejaban de ofrecerme.
Al poco, y cuando yo ya creía que tenía el asunto más o menos controlado, un indígena sentado a mi vera, que más tarde supe se llamaba Pele, me dijo si me apetecía tomar curupa (Anadenanthera colubrina). Yo no sabía lo que era aquello pero, por experiencias anteriores, no podía ni quería negarme a cualquier ofrecimiento (por otro lado, negarse a cualquier oferta puede significar la pérdida de su confianza y su amistad), por lo que dije “Sí”, sin mayores preguntas. Pele, sacó una cajita de su bolsa y me ofreció un polvo negro que, me dijo, debía restregarme entre los dientes. Yo lo hice así. Aquello no tardó ni dos minutos en hacer efecto. Previamente, y habiendo permanecido tantas horas en la embarcación, el efecto del natural oleaje de la lancha se había dejado sentir en mí y mantuve esa sensación desde que había llegado a la choza.
Pues bien, con la curupa esa sensación se centuplicó y lo que antes era un simple y ligero vaivén ahora era una sacudida salvaje que removió cada centímetro de mi cuerpo. Fui incapaz de permanecer sentado sin sentir que mi estómago se convulsionaba salvajemente y mis sentidos se alejaban de toda realidad. Añadido a todo esto, sentí unas profundas ganas de vomitar y con toda la diligencia de la que dispuse, me disculpé ante ellos y salí de la choza en dirección al campo. Sin saber realmente dónde estaba o si me encontraba en algún lugar de la selva donde pudiera pasarme algo, vomité incesantemente y tuve una tremenda diarrea que no hubo forma de cortar. Sólo tenía calor y me refresqué en el río echándome directamente al agua. Creo que nunca antes había sudado como ese día. La ropa estaba toda transpirada y yo me encontraba al punto del colapso mientras escuchaba a los indios reírse (de mí) en la choza.
A pesar de todo, no me molestaron sus risas; yo era un invitado y debía aceptar sus chanzas… y mi propia muerte, si esta se daba…, pues voluntad mía fue la de ir allí. Juro que pensé que no saldría vivo de aquel lugar, pues llegué a especular que si no me mataba la curupa lo harían ellos en algún momento. No describiré la sensación completa de aquella experiencia porque no entraría al hilo de este artículo, pero puedo asegurarle, lector, que no faltó mucho para que me quedara definitivamente en el sitio. Transcurrido un tiempo, el cual no tengo precisado, conseguí atarme los pantalones y volver a la choza a trompicones. Allí me esperaban los indios que se sorprendieron al verme. Les sonreí y volví a sentarme a su lado como si nada hubiese pasado. De haber habido luz natural mi cara representaría el blanco mármol de la muerte, casi con seguridad.
Desde entonces, el tono de su conversación y ánimo cambió radicalmente. Se mostraron más afectivos y corteses que antes y me mostraron un grado de respeto que no habían manifestado hasta ahora. Liberato, me dijo que la curupa (una mezcla de tabaco sátiva, carbón vegetal, corteza de cacao y ceniza de diferentes plantas que se usa principalmente para potenciar los efectos de la ayahuasca), no debía administrarse jamás con su aguardiente pues este podía matarte. Creo que el hecho de haber vuelto con ellos sin alterarme o insultarles fue motivo suficiente para que se iniciara el respeto hacia mí y la gran amistad que vino entre nosotros mucho después.
UNOS DÍAS DE ASUETO Y…. “OVNIS”
Permanecí varios días con ellos sin más preocupación que la puesta en marcha de nuestra relación y el conocimiento del lugar. Fue agradable ir conociéndoles a todos y descubrir su sistema nacional y de creencias. Los coto-aucas, o Mai-Huna, como hemos dicho ellos prefieren llamarse, han perdido aspectos de su afirmación como etnia. Lo jóvenes, influenciados por la llegada de occidente a través de los endiablados evangelistas, han dejado de perforarse las orejas y colgarse los discos en ellos que hacían de su etnia un talante enjundioso. Parece una ironía del destino cuando vemos a jóvenes occidentales agujereándose las orejas por moda mientras estos dejan de hacerlo por considerarlo un argumento primitivo. Todo lo que tiene que ver con el chamanismo y el procedimiento religioso es para la nueva hornada una antigualla reservada a los mayores. Ellos prefieren escuchar la radio (traída por los sempiternos evangelistas) y anhelar dejar la selva para irse a Iquitos o pueblos con mayor población. Es de suponer que, con esto, estamos asistiendo al final absoluto de esta etnia tan aguerrida y con pasado tan admirable.
Así las cosas, conocí al hijo del chamán; un joven y enérgico mocetón con el que hice buena amistad, a pesar de tener un aspecto fiero y mantener una actitud belicosa conmigo y con todos los demás. A tenor de una conversación que mantenía yo con mi guía Johnny sobre cierto río con fama de peligroso y “sobrenatural” (y que no revelaré ahora pues será motivo de un próximo trabajo), este se nos acercó y me contó, que, años atrás, en el momento del conflicto peruano-ecuatoriano, había sido alistado como combatiente en el ejército peruano. En aquel entonces, la milicia del Perú recorría cualquier rincón del país, por remoto que este fuera, buscando elementos con el que engrosar sus tropas. En uno de sus servicios buscando a los “monos” (forma despectiva de designar al enemigo ecuatoriano), el joven coto-auca y un compañero recluta toparon con algo muy inusual en la selva: Unas luces de origen desconocido, con trazas multicolores y gran envergadura, que empezaron a salir del follaje como alertados por su presencia. Al principio, los soldados pensaron que podían ser ecuatorianos encubiertos pero la forma y manera en que aquello salía de la selva les hizo cambiar drásticamente de opinión. No obstante esto, se asustaron ante aquel hecho tan extraño y dispararon toda la munición disponible en su dirección, lanzando al mismo tiempo las granadas de fragmentación que llevaban con ellos. Se desató un auténtico infierno de explosiones, fuego y humo pero nada afectó a aquello que siguió saliendo al espacio con la misma templanza que antes. Cuando remisamente se acercaron, no existía allí más que destrucción. Para mi amigo auca aquello fue obra del ese río misterioso, en el que cosas sumamente extrañas ocurren constantemente y en el que sólo los muy osados se atreven a navegar o recorrer sus selva sin morir en el intento. Esta historia me fue confirmada por otros muchos indios y colonos, a lo largo de mi viaje, e hizo que deseara visitarlo.
COSMOVISIÓN COTO-AUCA
Antes de entrar a relatar todo lo que sucedió en las semanas posteriores, sería interesante contar cuál es el universo coto-auca y cómo lo entienden los miembros de su pueblo. Pero para empezar a definir este concepto con cierta exactitud debo describir antes cuál es mi postura con respecto al mundo indígena y cómo se adapta este a todo esto que nos concierne; y creo que esto debe ser así, no por una necesidad personal sino que, siendo yo el investigador, considero que lo más sensato es dejar también este punto en claro
Destacar que jamás creí en la aserción del siglo XV español (y ya comúnmente aceptada), de “el buen salvaje”, como al indígena virtuoso, amable, armonioso, ingenuo y confiado, pues esto no es real. El indígena forma parte de una disposición humana tan sensible o depravada como la nuestra, dependiendo de su número, ubicación y condición. El indígena no es mejor o peor que nosotros (los occidentales), sólo es diferente, sin que esto lo enaltezca en un terreno idílico o “suprahumano” o lo rebaje a un mero ente primitivo y salvaje. No hay que realzarlos como una entelequia sublime, como se suele hacer actualmente (sobre todo desde las disposiciones New Age), pero tampoco tomarlos como unos elementos despreciables que nada entienden. El indígena es tan humano como nosotros, tan perceptivo como nosotros, o tan interesado como nosotros. La llegada de misioneros y colonos (obviamente, pensando siempre en su propio beneficio) tampoco ha ayudado en absoluto a mantenerles al margen de esta circunstancia. El mero hecho de haberles mostrado las limosnas del capitalismo les ha acostumbrado a desear algo que en realidad les perjudica. A este respecto, lo que quiero destacar es que los indígenas (sean estos cuales sean) no son los administradores perfectos de la naturaleza tan ponderados por occidente…, y nunca lo fueron. No son los cautos custodios de la conciencia de la Naturaleza ni son sabedores infalibles del conocimiento intrínseco de esta. Sólo son humanos en un mundo que les es tan hostil o favorable como a nosotros, siendo ellos, nada más, extremadamente diestros en el hábitat que conocen.
Pero en el campo de las ideas es cierto que ellos tienen algo que nosotros no tenemos (o hemos perdido ya) y que resulta difícil de definir; algo que ha traído de cabeza a los mejores etnólogos de nuestra Era científica. Y ese “algo”, es su concepción del mundo, su representación de la vida humana (la suya), que la descubre en un campo de interés para el estudio del comportamiento humano. El indígena comprende el mundo a su modo y forma, y este es tan real (para ellos, en principio) como lo es nuestra ciencia matemática para nosotros. Como dije antes, no son en absoluto estúpidos, sino sólo distintos. Su visión del cosmos y de la realidad es tan radicalmente dispareja a la nuestra, y por otro lado, tan aparentemente congruente, que convierte este pensamiento en un ideario que necesitaríamos situar urgentemente en un ámbito seguro antes de que desaparezca. Posee unas características incomprensibles y carentes de puntos de apoyo con los que poder trabajar fácilmente, pero también contiene unas cualidades y una estructura tan cabalmente madura y, de algún modo, inteligente y real, que hace pensar que este pensamiento esconde algo que podría ser de carácter trascendente. Creo que con una adecuada fórmula de estudio hacia la cosmogonía indígena (hoy sin encontrar) seríamos capaces, incluso, de entender mejor nuestro mundo conceptual (y hasta práctico, me atrevería a decir) y nos ayudaría a aprehender mejor el universo en el que vivimos y las interpretaciones que de él hacemos. El pensamiento primitivo, aunque no perfecto (y muy lejos de la idea de L. Lévy-Bruhl que apuntaba era similar a la de los niños), contiene profundos matices de un sistema insondable que consigue ir más allá de lo meramente inmediato o material. De ahí mi interés, siempre saturado, por el aspecto chamánico y cosmogónico de las etnias más que por su mera estructura social.
La filosofía Coto-auca, tiene un origen animista simbolizado por su héroe cultural Maineno, el creador de los seres y del mundo mai, y representado por la luna (aunque esta figura sea para ellos de género masculino). No se le rinde ningún culto pero se le tributa con el enorme disco que se ponen en la oreja. En el pensamiento Coto-auca la biosfera tiene dos aspectos, masculino y femenino, en el que el sol tiene también un aspecto fundamental. No obstante estos apuntes tan poco destacados, el coto-auca posee una fuerte relación con la Banisteriopsis caapi (ayahuasca), que les hace estar en comunión con multitud de espíritus. Esta correspondencia apenas ha sido estudiada y no se toca siquiera en los escasos trabajos que se han manejado sobre ellos. Para estos indios, la ayahuasca es una herramienta indispensable en el proceso de entendimiento de la creación y sus correlaciones con el mundo de lo “abstracto”. Sin él, sólo existen sus leyendas y la transmisión oral de su origen.
Aunque los coto-auca hoy reconocen que los grandes chamanes han desaparecido: Yanui guasakina há doe manihogi “los que tenían sabiduría, los expertos, ya están muertos”, los actuales aún conservan sus capacidades y mantienen, a la postre, una disposición especializada por categorías, según el origen de su poder. Así, el nui guasaki agi, vendría a ser “el que tiene sabiduría”; el da ñia?iki agi, es “el que posee visiones”; da s?é?iki agi, es “el viajero de los astros” hacia la tierra primordial miña bese; el Pei ?ku?i ki agi, es “el que toma Brugmansia”; el yahe ?ku?iki, es “el que toma yagé” o el da tinokaiki agi, que sería el “curandero”
El uso que se hacen del enteógeno sagrado es principalmente para inducirse visiones y con ello tomar decisiones en la comunidad o resolver conflictos familiares y sociales. No obstante esto, el chamán dabi agi o “brujo”, en su acepción española, es capaz tanto de hacer el bien como el mal, lanzando enfermedades y desgracias a todos aquellos que se le opongan siendo así temidos y respetados. Pero el hombre de poder por excelencia, el dabi nui guasaki agi, “el que sabe mucho y posee el poder chamánico” es, en la comunidad yanacuyana, el cacique Liberato, con el que trabe una gran amistad. Con él, me introduje de pleno en su mundo mágico y participé en una ceremonia que ha resultado para mí una de las más destacadas de todas en las que he participado.
EL RITUAL MÁGICO
Después de permanecer con ellos por varias semanas, la comunidad aceptó finalmente que participara en uno de sus rituales secretos, a pesar de no ser de su etnia. Para mí suponía un tremendo júbilo pues podía conocer su sistema litúrgico y al tiempo liberar mi alma de su confinamiento corporal, como siempre deseo, sin los prejuicios y condicionantes que el lenguaje nos confiere y que sólo nos confunde y nos hace entender el universo desde una sola posición.
El chamán (da maire beki baiki) y jefe de la etnia, Liberato, me invitó, cierta tarde, a acompañarle a “cazar” la ayahuasca al corazón de la selva. Me dijo que era bien recibido y que seguro la liana mágica se aliaría conmigo en un viaje extraordinario. Caminamos varias horas por la jungla hasta que al fin, en una tarde tremendamente calurosa y pesada, llegamos a un calvero donde crecía la hiedra. Liberato, se limitó a canturrear letanías en su lengua nativa, al tiempo que le insuflaba el humo del tabaco Sátiva que yo le había traído desde Iquitos. Acto seguido, la cortó sin miramiento y volvimos al poblado.
La tarde se nos echó encima y comenzamos la elaboración del preparado. El Coto-auca arregla la “soga del muerto” sin añadirle el acantáceo Telostachya lanceolata var. (Crispa o toé negra); ni el tabaco Malouetia tamaquina o la Apocinácea Tabermaemontana, como hacen en otros sitios. ¡Ni siquiera la cocinan! Para ellos sólo existe la propia ayahuasca y la potenciadora Chacruna (Diplopterys cabrerana), que mezclan con agua del río sin que medien más sustancias. Aquella tarde, Liberato y sus acompañantes, Pele, Bagazo y Marcos, me mostraron cómo hacían ellos el elaborado extrasensorio.
Echaron la ayahuasca en una mola de madera y comenzaron a machacarla concienzudamente junto a la chacruna. Después, metieron el resultado en el agua y lo colaron con una camiseta vieja. Era una tarde extremadamente calurosa y yo, que lo llevo fatal, pedí, no sé a quién o a qué, que dejara de hacer calor pues no sería para mí agradable a la hora de la experiencia. Mientras esto pensaba y esto hacían ellos, una tormenta feroz, con todo y truenos, empezó a formarse en la distancia y el ambiente se tornó fresco casi de inmediato. Se extrañaron todos de este acontecimiento pues era temporada seca y no se solían producir tormentas tan grandes en estas fechas. El chamán me dijo que los espíritus del aire y el agua me eran propicios (sin que yo les hubiese comunicado mi deseo), y que esa iba a ser una buena ceremonia para mí.
La noche nos alcanzó y nos trasladamos a la casa comunal perteneciente a la anciana mujer que el día de mi llegada no me quitó ojo con su mirada fría y dura. Su nombre era Iye Bahi, (Marcelina, en su nombre cristiano) y era la abuela (uegi) más antigua de la comunidad. Por ella pasaban todos los criterios, y era, de alguna forma, la madre espiritual de todos. Nunca supe su edad exacta, pero rondaría los 70 u 80 años (muchos, para una indígena). Al principio fue muy recelosa conmigo, pero pasado el tiempo nos hicimos muy amigos y me aceptó de buen grado entre ellos. Ella estuvo presente la noche de la ceremonia. Me sonrió a mi llegada al tiempo que echaba de la maloca a todas las mujeres*.
La noche era oscura como boca de lobo y en el centro mismo de la vivienda había un enorme caldero conteniendo el masato (una bebida a base de yuca fermentada con saliva humana que puede alcanzar un grado alcohólico de ente 5 y 11º). Encendimos algunas velas, que yo había traído, y pudimos al menos vernos las caras; aunque ellos prefieren la noche cerrada ya que son el clan de yananyacu y por ende, el clan de los murciélagos.
La ceremonia empezó y Liberato nos fue pasando el cazo con el preparado enteogénico. Tras beber unos buenos tragos nos desplazamos alrededor de la gran olla de masato y allí nos pusimos a danzar a su alrededor acompañado de sus cánticos tribales pues, según ellos, esto nos ayudaría a atraer a los espíritus de la selva y me mostrarían lo que yo deseaba saber ya que su beneplácito ya me lo habían conferido cuando la tormenta se nos echó encima aquella tarde.
Pasó mucho tiempo hasta que al fin pude ver algo, envuelto como estaba por la penumbra de las velas que ya estaban prácticamente consumidas. No entraré en los mensajes personales que recibí de la “soga del muerto” ni en todas las imágenes que percibí con ella pues creo que esto es intrascendente para este relato y sería una repetición de aquello que se ha escrito muchas veces.
Fueron cuatro horas exactamente las que pasé tumbado en el suelo hasta que una luz ambarina-verdosa hizo su aparición en mi campo de visión. Esa luz dio paso progresivamente a todo un corolario de imágenes concretas y de una gran definición que, curiosamente, sólo tenían que ver con la selva y con todo lo que ella representa, tales como, peces y pájaros multicolores, jaguares y árboles gigantescos rebosantes de verdor y vida, y otras imágenes de especies que sólo tienen su existencia en el Amazonas y en ningún otro sitio. Recordé enseguida al psiquiatra chileno Claudio Naranjo y su experimento con 35 voluntarios (hombres blancos de procedencia urbana) a los que suministró harmalina sin darles explicaciones de lo que tomaban ni los posibles efectos que se podrían esperar. Se sorprendió al ver que siete de ellos afirmaron haber tenido visiones de tigres, leopardos y jaguares, ninguno de los cuales forma parte de la fauna autóctona de Chile. Por alguna razón, las plantas psicoactivas tienden, aunque no siempre, a la rutina que ella conoce. Es decir: la selva. Yo traté en vano de modificar esas imágenes pero fracasé estrepitosamente. Sabía que no era mi mente quien las originaba y por mucho que intenté hacer uso de mi imaginación e introducir en ellas algo mío (como mobiliario urbano, animales africanos, etc.), las visiones seguían su curso haciendo caso omiso de mi voluntad.
Prontamente me vino a la memoria las alucinaciones hipnagógicas, y como estas, previo al sueño, se nos presentan en la mente sin que en realidad las provoquemos nosotros, llevando un rumbo propio. No obstante esas consideraciones, estas eran cien veces más intensas y nítidas y actuaban con un propósito real sin que mediara incongruencia alguna y mucho menos el sueño. Por suerte, al tomarla cruda, sin los aditivos que suelen acompañarla en otros lugares, la “droga” no me había provocado ni el más mínimo mareo o dislocación de la realidad. Estaba indemne, dueño de todas mis facultades físicas y mentales y gracias a ello pude, en todo momento, poseer la experiencia de la ayahuasca con la integridad de mi mente y por lo tanto, y aunque pueda parecer una presunción de mi parte, poder hablar con la planta sin estar en otra esfera distinta a la que conozco.
LA EXPERIENCIA PREVIA AL MISTERIO
Sí, tuve una profunda “conversación” con la planta, pero por desgracia la falta de espacio nos impide exponerla aquí. Sin embargo, me quedó claro algo ya señalado anteriormente, que la creencia generalizada de que la las plantas “mágicas” son el dios mismo, me la creo. Las plantas enteogénicas son un “ordenador” milenario que contiene la experiencia de miles, quizás millones de años en su interior. La ayahuasca posee un saber difícil de descubrir y es arduo entrar en asociación con ella sin caer en cómodas creencias y opiniones que nos conducen a terrenos poco explorados y, por ende, plagado de especulaciones. Sabemos que nos ayuda a entendernos a nosotros mismos; a algunos les muestra su sendero personal y a otros les despierta sus demonios internos, pero cuando queremos entrar en el terreno del conocimiento más complejo nos convertimos en un intruso y se cierra en sí misma sin mostrar demasiado sus cartas.
Decía el etnobotánico Terence Mackenna, que existe una simbiosis entre planta y hombre, yo más bien opino que lo único que hace es señalar sin mostrar y sólo aquel que pone todo su empeño y es capaz de penetrar más allá de lo meramente inmediato es apto solo para entrar en una “pseudo-liga” con su harmina*. Se trata de un mapa tan ambiguo que nos perdemos en su “mensaje” sacando como única capacidad la opción de interpretar lo que creemos que nos dice.
Es un terreno difícil, intrincado; un terreno sin marcar todavía con ninguna precisión y donde cualquier axioma puede ser válida. ¿Es sólo química? ¿Existe un campo metafísico distinto al marcado por la ciencia? ¿Es sólo una mera alucinación psicodélica sin más trascendencia que esta? Después de tanto tiempo nadie lo sabe todavía. Yo más bien me inclino a pensar (aunque sólo es una opinión) que realmente la planta posee un acervo de conocimientos que aún no sabemos extraer correctamente.
La planta es sabia pero nosotros…, no. Los alcaloides de todas las “medicinas mágicas” tienen el insondable cimiento de una sapiencia vetusta y obscura de la que todavía no tenemos la capacidad de trascender. Es fácil hacerse llamar “chamán” (cuántos de ellos he conocido aquí en Europa, a cuál de ellos más fantasioso y fatuo) o conocedor de los secretos del Amazonas, pero este atributo no creo que nos corresponda a ninguno, al menos de momento, hasta que no tengamos estos patrones mejor definidos. En todo caso, sólo los indígenas, los verdaderos arcanos de la jungla, pueden hoy decir algo más al respecto, por su cercanía y familiaridad con estas sustancias. Ellos saben cómo tomarla, saben cómo interpretar parte de la experiencia, tras los años de práctica y tradición, pero a fin de cuentas están tan incapacitados como nosotros para trascender más allá de lo que ya tenemos atesorado. Es un dilema grande el que tenemos y no va a ser nada fácil superarlo.
Al margen de esta circunspección, el ritual con los coto-aucas, resultó fascinante para mí y pude conocer de primera mano cómo era su ejecución y los resultados prácticos que emanaban de él. Varios tuvieron premoniciones que se cumplieron y otros obtuvieron respuesta a sus requerimientos. Fue una noche que sólo puedo considerar como extraordinaria y muy esclarecedora, amén de que supuso un punto de inflexión para el resto de mi estancia entre lo coto-aucas. Con la ayahuasca, los indígenas vieron en mí algo que no era característico. A saber: Tardé más que ninguno en entrar en trance (cuando yo entré muchos ya habían abandonado la ceremonia). Tomé más “brebaje mágico” que los demás, y finalmente, tuve una conversación con la enredadera que ellos llegaron a escuchar sin saber por qué estaba pasando, siendo yo un hombre no indígena.
LA MISTERIOSA MADRE ABNEGADA
Tras varios días entre mis nuevos amigos mi relación con ellos se había hecho totalmente devota por ambas partes. Fue cierta noche cuando, acostado en mi hamaca, escuché algo inusual. Serían las dos o tres de la mañana. Yo tenía la costumbre de quedarme sin dormir en mi tumbona durante horas escuchando los maravillosos sonidos que la noche amazónica nos ofrece. Rafael García Vera decía que los hombres buscamos, sabiéndolo o sin saberlo, los paisajes que riman con nuestro estado interior. Para mí, dormir en la amazonia resulta siempre muy difícil puesto que es tal el volumen de hermosas y misteriosas resonancias que en ella se producen que dormir sólo es dable en personas sin afinidad con la belleza. Así me encontraba, por tanto, cuando, de repente, un ruido se interpuso sobre los demás con insistencia.
Se trataba de un suspiro al principio, más bien un cántico, que tenía una cadencia armónica y furtiva tremendamente atrayente. Salía de un animal, al menos así necesité creerlo entonces…, pero era muy desemejante a todo lo que había escuchado hasta ahora en la selva (y he estado en ella muchas jornadas a lo largo de mi vida). Me mantuve a la escucha durante al menos cinco minutos hasta que aquella aumentó de intensidad y cambió de registro. Consistía la letanía “animal” en una antífona cadenciosa y melódica que atraía necesariamente. Era monótona e iterativa y cuando cesaba, otra “voz”, venida de otro lugar, le respondía casi de inmediato. A tenor de esto se podrá pensar, con todo acierto, que, seguramente, se trataba de cualquier animal de los tantos que pueblan el Amazonas pero, aunque yo no pueda descartar esta idea en absoluto, llegué, sin embargo, a la conclusión de que aquello no era, en todo sentido, humano…, y mucho menos animal. Era raro, ajeno, desentonado de todo lo conocido.
No podía ser un mono aullador nocturno (el aotus azarae, por ejemplo) puesto que los he escuchado anteriormente y ni estos, ni ningún otro simio conocido de estas selvas, se parecían en lo más mínimo a esta extraña llamada. Tampoco podía ser un pájaro, como el uirapuru (Cyphorhinus arada), cuyo cántico semeja a las composiciones de Hyden y Bach; ni la misteriosa ave nocturna nictibio urutaú (Nyctibius griseus), más conocido como ayaymama y que tantas leyendas a dado a lo largo y ancho del Perú (leyenda que no pude evitar recordar, por lo que veremos a continuación). Tampoco podía ser un insecto, una rana, o cualquier otro a espécimen selvático puesto que la rúbrica de este sonido adquirió enseguida un cariz totalmente distinto y excepcional.
Era la primera vez en mi vida que escuchaba algo así. Pronto alcanzó una fuerza inaudita y unos matices que sólo el hombre puede entonar. Era una melodía desesperada seguida de una réplica esperanzada. Sólo de este modo puedo definirla; pero una melodía que salía de una garganta de mujer y que era respondido por otra de niño. Al cabo de un cuarto de hora ya me quedaban pocas dudas con respecto a lo inaudito del asunto. Me resistía a creer que era algo perteneciente a un campo que no fuera el conocido pero puedo garantizar que ya pocas opciones me quedaban. Tras mantenerme a la escucha durante otros diez minutos, el sonido fue cesando progresivamente hasta que no lo oí más.
Fue a los días cuando comenté a los indios lo sucedido aquella noche. Curiosamente, mi compañera de viaje, Mariana Suárez, también lo había escuchado pero no se había atrevido a contármelo por temor a que no la creyera o pudiera mofarme. Al describirlo, los aucas me aseguraron que había escuchado a la “ñukeo bese”.
Para lo coto-aucas, ñukeo bese, vendría a significar “la mujer perdida”. Según su historia, cierto día, hace muchos años, unos niños aucas se perdieron en la selva. Su madre, desesperada, salió a buscarlos sin ayuda de la comunidad. Los llamó y los llamó hasta el punto de que sus gritos de desespero llegaron a la aldea. Los dos hijos respondieron al llanto de su madre y también estos fueron escuchados por los aldeanos. Salieron en su busca, pero jamás fueron encontrados. Esta historia quedó ancorada entre los coto-aucas hasta el día de hoy. Desde entonces, la ñukeo bese es una historia “bendita-maldita” entre estos indígenas.
Me sorprendió descubrir lo similar que era esta historia con la del pájaro ayaymama del que hablamos antes. ¿Cuál será el origen verdadero de estas leyendas? ¿Quién las cuenta primero? ¿Es una coincidencia o realmente hay una conexión entre ellas? No podemos saberlo.
¿Fui, realmente, testigo de un hecho insólito?Si lo que realmente oí fue o no la mujer perdida, tampoco lo sé, pero si debo darle un voto de confianza a esta versión es por una sola razón, que ni siquiera mi propia experiencia explicaría: la de que estos indígenas conocen al detalle estas regiones y saben de cada sonido que de él viene.
CHULLACHAQUI, EL ABUELO QUE TE DEVORA
Pero esta no fue, ni mucho menos, la única experiencia extraña que viví entre los coto-aucas. Tiempo después tuve otra exposición al misterio del mismo modo que tuve la anterior. Esto es: sin comerlo ni beberlo.
Fue una noche, acostado en mi acostumbrada hamaca con mosquitera. Como ocasiones anteriores, me dispuse a escuchar los sonidos que de la selva me venían. No tenía sueño en absoluto y entretanto fui poniendo en orden mi mente y las extrañas prácticas (para nosotros) que esta tribu establece en su hábitat. Recordé una pelea a puñetazos entre padre e hijo y como al día siguiente esta se había olvidado y seguían siendo tan familiares y amigos como antes; o cómo un marido casi me corta la cabeza por hacer de médico con su mujer, una joven que tenía un tumor tremendo en su abdomen y a la que invité a venir conmigo a Iquitos para que la operaran. Para él, yo no trataba de ayudarla sino de llevármela de su lado, y poco importaba si con eso le iba la vida a su compañera. Medir su moralidad como la medimos nosotros es un absoluto error. Para ellos la mesura de la conciencia es otra, para algunas cosas sin importancia muy subsidiaria y para otras no. En estos pensamientos estaba cuando, de pronto, por encima del natural sonido selvático, se dejó sentir un golpeteo que me sacó de cuajo de mis vacilaciones. Era un martilleo seco, constante, como si alguien estuviese cortando un árbol. Me pareció extraño puesto que, aunque los coto-aucas se levantan muy temprano para ir a trabajar a sus chacras, la hora resultaba todavía demasiado intempestiva. Serían las dos de la madrugada y todo el poblado estaba ya durmiendo hacía al menos dos horas. El martilleó se siguió escuchando aún con más fuerza hasta el punto que me obligó a levantarme y escuchar con más atención. Eran, sin duda, hachazos dados con fuerza contra un gran árbol. No se veía luz alguna por ninguna parte ni movimiento humano desde mi atalaya. Fue aumentando su intensidad hasta el punto que me sorprendió que nadie lo escuchara y se levantara a comprobar qué pasaba. Se escuchó así por espacio de una hora hasta que remitió de golpe; tiempo que aproveché para acostarme de nuevo y dormirme.
Fue a la mañana siguiente cuando por el poblado fue corriendo la voz de la desaparición de un miembro de la etnia. Cuando oí mentarlo no pude por menos de contar lo que había escuchado la noche anterior y que probablemente era el mismo hombre que había estado cortando madera. Describir las miradas que los indios me dedicaron no resulta del todo fácil sin que aún hoy se me ericen los vellos. Daba la impresión que habían visto al mismo demonio.
-“¿Tú escuchar hachazos?, ¿y estar aquí todavía?” –Me dijo Pele.
Me extrañó esta afirmación y pregunté qué les pasaba y de qué diantres hablaban.
-“Si escuchas a abuelo cortar madera, te llama a su casa. Te engaña, te encanta y se te lleva” –comenzaron explicando-. “Si llegas junto a él hace que te pierdas y que no vuelvas más a tu casa. Se te lleva con él para siempre. Nunca más regresas. Es raro que tú estés aquí hoy. Tú deberías estar muerto”.
Mi incredulidad y raciocinio vino pronto en mi rescate. Obviamente aquel sonido extraño me resultó llamativo pero en ningún caso “tiró” de mí hacia ninguna parte o me embelesó hasta ese punto; y antes de que pudiera preguntar por el desaparecido, Bagazo se me adelantó:
-****, se ha perdido esta noche. El abuelo se lo ha llevado. Seguro escuchó lo que tú y fue a su encuentro. No lo volveremos a ver.
Aquella mañana, medio poblado fue en su búsqueda y tal como predijeron, no lo encontraron. Según me explicaron después, estás historias solían suceder con alguna frecuencia. Hasta me llevaron junto a un enorme árbol lupuna amazónico en el que me aseguraron el abuelo había sido visto varias veces. Cuando les pedí que me describieran a la criatura o el espíritu todos coincidieron con bastante exactitud en sus rasgos. Era un hombre viejo, de cabellos y barbas luengas (lo cual es una descripción extraña entre indígenas lampiños), alto y de aspecto desaliñado. Por el retrato que me hacían de él podía ser de raza jafética sin ningún atributo indiano. Fui incapaz de saber si era corpóreo o espiritual ya que para ellos esta diferencia apenas está clara. Lo que sí me aseguraron es que dejaba sus huellas en el barro los días lluviosos.
Fuera lo que fuere este ser (por alguna razón a mi mente vinieron las antiguas fábulas élficas europeas), no pude evitar pensar en la leyenda, ya ampliamente extendida en casi todos los rincones amazonas, del chullachaqui; un ser infernal con una pierna animal y otra humana que roba a la gente para hacerla desaparecer. Lo que me resultó curioso es que los coto-aucas jamás habían escuchado antes ese nombre pues para ellos sólo era “el viejo” que se lleva a la gente y la devora. ¿Estaremos, realmente, ante un ser, o seres, que habita estas densas junglas? Yo me inclino a pensar que todo es posible y que quizás yo fui un “afortunado” al haberlo escuchado y no haber caído en su “trampa” mortal.
LA DESPEDIDA
Llegó el triste día de la despedida. Tuve muchas más experiencias con ellos e hice muchos más sondeos sobre este soberbio pueblo amazónico, pero lo dejo para otra ocasión. Los coto-aucas son, sin duda, uno de los pueblos selváticos más interesantes que he tenido ocasión de conocer. Son amigables, puros y mantienen todavía la honestidad de sus tradiciones, a pesar de todo. El Amazonas está plagado de misterios y bondades y es uno de los pocos lugares primigenios que todavía nos quedan, pero si no la cuidamos a ella y a todo lo que contiene, habremos fracasado como civilización. Si a los indígenas los visitamos en demasía sin más motivo que estar con un pueblo “exótico”, sus días están contados. Sólo la investigación seria y el respeto profundo deben ser los motores para ir a verles. Como dijera muy acertadamente el antropólogo catalán Josep M. Ferigla: “Si algún día toda la especie humana deviniera culturalmente homogénea, sería nuestra muerte”. Me quedo con esa frase.
*Harmina: Alcaloide fluorescente perteneciente a la familia de las beta-cabolinas presente en la ayahuasca.
*Las mujeres coto-aucas, pueden ser invitadas, aún siendo muy jóvenes, a tomar yagé y sanango (Brunfelsia), pero no para aprender, sino “para no provocar daños, o malograr, “preparando la comida”. Como este no era el caso, fueron todas expulsadas.
Jacques Flecher
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