Por Matías Monterubbianesi
El sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel (1858-1918) fue rechazado en su época por la academia, ya que sus escritos fueron considerados una mera producción literaria con falta de rigor científico. Es así que la sociología le tuvo reservado un reconocimiento tardío y a su vez fue resistido como filósofo. Ya abandonados esos prejuicios, el pensamiento de Simmel resurge con vigencia para hacernos pensar, en este caso, en la contraposición de la vida en el campo o las ciudades pequeñas y la gran ciudad.
El análisis de Georg Simmel sobre el citadino y el hombre que habita en el campo o en una pequeña ciudad posee un doble abordaje académico que se presenta de manera uniforme: el estudio sociológico y filosófico del fenómeno de la vida del espíritu en ámbitos socio-culturales disimiles. Entre las diferencias que pueden concebirse, es menester señalar la paradoja que atraviesa al citadino, puesto que aun rodeado entre miles de personas –en ciudades pobladas por millones de individuos- puede llegar a sentirse en soledad, ya que contrario a toda lógica, cuantas más personas le rodean, más difícil le resulta establecer relaciones auténticas, personales y alejadas de un pensamiento calculador.
Por su parte, el individuo que vive en el campo, pese a encontrarse con contadas personas en comparación al escenario anteriormente descrito, tiene la posibilidad de estrechar lazos más fuertes, sinceros y verdaderamente humanos. Esto se debe a que el hombre de campo, aun en sus lazos comerciales, suele vincularse con las mismas personas, por lo que en esos mismos encuentros -que a priori parecen estar destinados al comercio- también surgen como instancias en las que se establecen diálogos que adquieren el tinte de la cotidianidad.
Sin embargo, es necesario reparar en lo siguiente: Simmel no exhibe a la ciudad como un sitio indeseable y a la civilización como un cuadro auto-represivo, cuya cultura configura sujetos neuróticos; es decir, no esboza lo que posteriormente fue la mirada pesimista de Sigmund Freud sobre la cultura, y tampoco habla del hecho de habitar la tierra para reencontrarse con el Ser, sino que concibe tanto las posibilidades –a modo de rasgo positivo- como las problemáticas de ambas esferas sociales. No estamos en presencia, entonces, de un cuadro idealizado y uno menospreciado.
En el caso de la gran ciudad, el hombre posee la ventaja de cultivarse (acceder a la cultura subjetiva y ser capaz de crear una cultura objetiva desde la labor artística individual), puesto que la oferta es ilimitada. El acceso del hombre a la cultura en dicho ámbito es una posibilidad latente; su modo de pensar incluso presenta diferencias, dado que está intelectualmente preparado para pensar mediante abstracciones, mientras que el hombre del campo está abocado a una rutina que no lo asfixia –contrario al sujeto de la ciudad-, cuyos lazos humanos y pensamientos no están atravesados por un imperativo o una serie de estrictas normas socio-culturales, sino que se desenvuelve mediante una atildada expresión sentimental (el autor señala que, para el campesino, tan habituado a los tratos cercanos, el hombre de la gran ciudad puede parecerle frío o distante).
De manera que la vida del espíritu en la gran ciudad presenta un cuadro absolutamente diverso, cuyos fenómenos son el producto de una serie de condiciones económicas, sociales y culturales que le llevan a experimentar estados emocionales que el hombre de campo desconoce: asfixia, soledad, angustia; y a su vez, las referidas condiciones pueden propiciar el desarrollo de una personalidad sumamente individualista (narcisismo).
Asimismo, este cerco del ego, puede llevarlo a contemplar a los demás como una amenaza o a percibir la mirada de los otros como un infierno; no por la posibilidad de ser atacado, sino por la mera presencia de esos miles de rostros desconocidos que –así como el sujeto mismo- observan con marcada indiferencia o recelo. Mientras que, por otro lado, el sujeto que vive en el campo se despliega en un ámbito más apacible: le es más fácil establecer relaciones afectivas, su trabajo diario no le atormenta, pero en su contracara no posee las mismas posibilidades de cultivarse debido a las condiciones materiales pre-existentes que le restringen la posibilidad de transformarse en un hombre de cultura.
Conjuntamente, el hombre de ciudad, a pesar de vivir en una vasta superficie, ubica sus fronteras allí donde terminan sus quehaceres. La constitución del espacio vital, en su imaginación, no es más que una extensión del yo. Así como el hombre de la ciudad vive con la ilusión de que el día comienza al abrir los ojos y culmina cuando se marcha a descansar, de la misma manera piensa acerca del espacio vital: los contornos de la ciudad están delimitados por los sitios que éste habitualmente recorre. Lo que está más allá de esas fronteras le resulta tan desconocido como indiferente.
Si bien Simmel, como ya hemos manifestado, no presenta una mirada pesimista sobre el hecho de vivir en la ciudad, cabe la posibilidad de decir –aunque paradójicamente apliquemos un pensamiento calculador- que el precio de cultivarse es pagado por la psiquis del citadino a un precio alarmantemente elevado.
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