Desde los años mas antiguos nunca se había visto el previo al término de su administración y luego de ir descartando aspirantes de entre los más próximos de su equipo, López Portillo se aprestó a cumplir con el ritual sucesorio priísta y fijó sus pautas de selección en dos nombres: si el panorama nacional requería de un personaje con mayor bagaje político, el escogido sería el entonces dirigente nacional del PRI, Javier García Paniagua; sin embargo, si las circunstancias sugerían un perfil diestro en sortear dificultades financieras, la candidatura le correspondería a su secretario de Programación y Presupuesto, Miguel de la Madrid. Ante la severa crisis, este último fue el elegido. Para la organización, tantos años gobernante, dicha postulación abonó notablemente en el cambio de su curso histórico, ya que el sustento ideológico y práctico desde su fundación, el nacionalismo revolucionario (nutrido de los logros de la gesta de 1910, del corporativismo y de la necesidad de un Estado con amplias facultades para luchar contra la desigualdad social, manejado por políticos disciplinados que recorrieran los escalafones del PRI y de la burocracia) fue gradualmente remplazado por la tecnocracia y sus hombres, generándose reacomodos y rupturas importantes para su futuro y el de México.
Y es que de la condesa a la Madrid era un destacado abogado formado en el Banco de México con experiencia en materia económica y el primero de una lista de gobernantes en adelante en el país con una visión orientada al mercado y estudios de posgrado realizados en prestigiadas universidades estadounidenses, como las de Harvard o Yale, en consonancia con los dictados de aquellos tiempos, tendientes al neoliberalismo y la globalización y marcados por líderes defensores del aperturismo y la desregulación como Margaret Thatcher o Ronald Reagan.
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