La naturaleza hacia alarde de su arte. La primavera un hada genial del pincel coloreaba los campos con gamas de verdes bajos y altos. Los calafates mutaban, milagrosos, las florcillas amarillas por pequeños frutos morados. La alfalfa fresca deleitaba el paladar de los animales. Los pájaros afinaban sus cuerdas vocales, improvisaban serenatas para sus amadas, y ellas soñaban distraídas con los nidos, volando de rama en rama. Las manzanillas, campanitas y otras flores silvestres, habrían sus pétalos sensuales a la vida. Mamá enjuagaba ropa con el agua, cristalina agua que despedía por su boca la bomba roja, bajo el límpido firmamento. Mi madrina, recostada lánguida monumental humanidad sobre el sillón verde, en el comedor. En una esquinita muy cerca de su pecho generoso, senté mis huesudos siete años, mientras papá hablaba, sonreía con dientes de lobo hambriento. En un momento sus ojos azules se detuvieron en su estrecha cintura, bajaron por la línea curva de la negra minifalda, recorrieron con lentitud las piernas de mi madrina. Me volví, tratando de ver eso tan extraordinario que leí en su mirada. Sólo era una pollera más; él observaba una exótica flor de oscura corola con sólo dos pétalos nacarados, torneados y carnosos, su rostro se transformó en la cara de una abeja ansiosa por probar el néctar de una rosa silvestre. Cerré fuerte los párpados; cuando los volví abrir, era el mismo de siempre . El ambiente quería expulsarme, me levanté para ir a jugar con Petrona, la cordera, que me llamaba con insistentes balidos asomando la cabeza por el umbral de la puerta. Por el rabillo del ojo vi a papá con la botella de guindado, a mi me encantaba… Eché a empujones a Petrona, que parecía estar clavada en el suelo… Volví a sentarme en el sillón cerca de mi madrina, que no había cambiado de posición; esperamos con ansiedad el licor que vertía en minúsculas copas… Tomó un sorbo, me dio un traguito, mientras él, con el cuchillo afilaba la rama de un sauce. Acercó una silla frente a nosotras, hundió el palito en la botella de cuello largo, extrajo guindas que reposaban en el fondo, la depositaba en la rosada boca repleta de perlas y en la mia desdentada. Mamá enjuagaba ropa en la bomba. No se qué alquimia misteriosa hacía que papá pasara las guindas cerca de mi boca para terminar siempre en la de ella. Mi madrina hacia gruñiditos de placer, como una de esas sirenas que encantaron a Ulises. Sentí subir por el estómago al enojo, como las llamas de un dragón hasta los ojos se me incendiaban las pestañas por las chispas furiosas. Si hubiera tenido poderes de telequinesia, los hubiera derribado con un rayo. No me tenían en cuenta. Quedé paralizada por el terror ante la idea que me había convertido en invisible, como los personajes de los cuentos. Me saqué las zapatillas, observé con detenimiento los dedos de los pies… no era invisible. Me levanté, con rabia golpeé con cuidado a mi padre a ella le dí un pisotón en las uñas esmaltadas que sobresalían de las sandalias de cuero. Desde el umbral, los miré con rencor por última vez. Con lágrimas en los ojos, le conté a mi mamá, que fregaba con las manos moradas por el agua helada, que papá le daba guindas a la madrina y a mi no… El rostro de mama se puso de color rojo como la bomba, me hizo llenar un balde de agua de diez litros, sus ojos negros brillaban como los de Cual, un perro que murió envenenado. Sin decirme una palabra de consuelo, cargó el balde en su brazo derecho como si llevara una pluma… A pasos raudos se dirigió a la casa, seguida por mí brincando y con mi enojo ya olvidado, desde la abertura de la puerta, vio la escena que unos minutos antes yo había dejado. Mi madrina recostada en el sillón, recibiendo las guindas, que papá ponía en la boca con infinito cuidado. Mamá, sin articular palabra, con un movimiento mágico volcó el agua sobre papña; mi madrina quedó petrificada en el sillón. Papá de un salto quedó en el centro de la sala, boqueando como un pescado, tiritando de frío destilando agua observado por mama con el balde en sus manos. Me sentí liviana, estiré los brazos flacos, me dejé llevar por la brisa sureña, con un esplendor de estrellas en los ojos. Volé, volé por el prado ante la mirada asombrada de los caballos, vacas, gallinas y gansos. Volé. Volé. Vi el pescuezo de Petrona desde arriba, el lomo de los caballos, las tejas de la casa la copa de los árboles y a mi madrina alejándose por el maizal… De pronto el secreto de volar, me fue revelado por la felicidad. Mamá no era cariñosa conmigo pero me amaba; me lo había demostrado ese día.
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