Tiene el ojo crítico y una causa que defender. En dos de mis dos entregas anteriores, además de los motivos políticos e ideológicos que destila con desenvoltura, refirió razones personales para oponerse a la Reforma Educativa.
Estoy de acuerdo con él en varios puntos, aunque difiero de su juicio sumario contra la Reforma Educativa. Desde su punto de vista, la reforma no toca usos, costumbres y privilegios del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación ni de la burocracia. Plantea que es falso que la meritocracia esté por encima del influyentismo y de la cultura patrimonialista con que se ha manejado el sistema educativo.
De acuerdo. La persistencia cultural de la burocracia no se ha erradicado; las tradiciones clientelares y patrimonialistas —que según Octavio Paz son herencia de nuestro pasado colonial— encuentran vías para sobrevivir, como simulación y apatía. Aunque no en el plazo de cinco años sea poco lo que se observa, ya no hay venta ni herencia de plazas, si bien esa práctica subsiste en el margen. Cierto, no todos los que ingresaron —como él— por concurso encuentran el camino llano, pero el corporativismo sufrió un golpe severo.
También convengo con el señor Hernández que los planes de estudio no son originarios, que toman elementos de sistemas escolares exitosos. No lo justifico, pero sí entiendo por qué. Desde que se fundó la Secretaría de Educación Pública hemos importado enfoques y materias de currículos de otras partes. Nunca, hasta donde he podido rastrear, cuando hicieron propuestas pedagógicas, los secretarios de Educación Pública que las implantaron se aferraron a la realidad del país: querían cambiarla al igual que las tradiciones del alumno y del maestro. La obra de Vasconcelos, Bassols, Torres Bodet y Reyes Heroles, a quien el señor Hernández admira, se explica por sus afanes de cambio, no por adaptarse a lo existente.
Al igual que mi corresponsal, dudo que la reforma permanezca, en especial si gana Morena, pero también veo que tiene ciertos amarres institucionales. Y, en efecto, en mis charlas con maestros y directores de escuelas he encontrado personas que expresan si no satisfacción con la reforma, sí consentimiento; reconocen la necesidad de cambio.
Mi concierto intelectual con Jerónimo Hernández: ambos consideramos que la permanencia del SNTE como un órgano corrupto y centralizado es la principal enemiga de la reforma. El sindicato encarna las peores tradiciones corporativas y buscará revertir la pérdida de comisionados, aviadores y otros mayorazgos. Y esto gane quien ganase las elecciones.
En su comentario a mi nota del 14 de marzo, no calibré lo que me quería decir ni la escala de su crítica: “Ahora, no lo niego por no parecer tonto, fui estafado por la Reforma Educativa y quizá por ello mi reticencia”. Pero en su acotación a mi artículo del día 18 esclarece el punto: Ganó un concurso de conocimiento en la materia de historia y quedó en primer lugar en el orden de prelación, pero le dijeron que había respondido mal 29 preguntas. Al parecer, la SEP no le asignó la plaza donde él quería ni la Coordinación General del Servicio Profesional Docente le concedió la revisión de su examen (no pedía que se cambiara la calificación, sino que le demostraran sus supuestos errores). Pasó las de Caín, en esa dependencia, en el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación y en IFAI. Es un excluido.
En Jerónimo Hernández y tal vez en muchos otros casos de maestros que concursaron, ganaron plaza y luego se las escamotearon, se manifiestan con crudeza las tradiciones burocráticas y la injusticia. Son atolladeros que le restan legitimidad a la Reforma Educativa.
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