El 4 de noviembre de 2017, Lorenzo Rojas-Bracho vio morir una vaquita marina delante de sus ojos. “Nunca he llorado tanto en la vida”, recuerda el biólogo mexicano. El animal —una hembra adulta parecida a un delfín pequeño— fue capturado por Rojas-Bracho y sus compañeros, en un esfuerzo internacional desesperado por salvar a la especie, de la que entonces solo quedaban unos 30 ejemplares. La idea era reubicar a algunas de estas marsopas a un santuario temporal en su propio hábitat, el Alto Golfo de California, para evitar su muerte accidental en las redes de pesca. Aquella hembra no sobrevivió al estrés de la captura y los biólogos decidieron abandonar el plan.
Rojas-Bracho es presidente del Comité Internacional para la Recuperación de la Vaquita Marina (CIRVA) y ha dedicado la mitad de su vida a la conservación de la especie. “Lo llaman el panda del mar” explica, porque este mamífero tiene parches negros en torno a los ojos y en el hocico. Es el cetáceo más pequeño, de apenas un metro y medio de largo, y también el más amenazado del mundo. Su población menguante solo vive en el norte del mar de Cortés, aislada del resto del Pacífico por la Península de Baja California. “Ahora sabemos que solo quedan entre seis y 19 vaquitas”, lamenta el científico. “Pero la estimación más probable es de unos nueve ejemplares”.
Las vaquitas mueren asfixiadas en las redes agalleras que los pescadores furtivos disponen por el Alto Golfo para capturar el pez totoaba (que también se encuentra en peligro de extinción). La vejiga natatoria de estos peces, a la que se atribuye propiedades medicinales en China, alcanza precios desorbitados en el mercado negro, mayores incluso que los de la cocaína. “Un pescador nos dijo que se había vendido un kilo de buche de totoaba en la playa [de México] por 10.000 dólares”, cuenta Rojas-Bracho. “Otro buche alcanzó en una subasta 100.000 dólares en China”