Miguel Ángel, Laura y Lupe son parte de las decenas de comerciantes que se ubican en los exteriores de las iglesias de esta ciudad. Sus historias de vida tienen ese plus de los años que han permanecido y, sobre todo, un olfato que sirve como una suerte de medidor de la religión católica y sus creyentes.
En medio de esas estructuras imponentes que guardan siglos de historia y silencio están ellos. Como tomando el pulso a la fe cuencana porque los años les han otorgado esa capacidad. Son los vendedores que ofertan sus productos en los exteriores de las iglesias y saben de sobra cuál es el milagro, el pecado y el santo.
La visión se fue deteriorando de a poco “a causa del frío”, pero un fino oído y un tacto desarrollado se han quedado.
Miguel Ángel Castillo es el vendedor de cirios y velas que son parte del paisaje de la fachada frontal de la Catedral de la Inmaculada Concepción.
No aparece en las postales turísticas, pero de cada 10 clientes que llegan a su puesto, por lo menos seis conocen su nombre y lo saludan con algo muy cercano al afecto.
Lleva 35 años con su negocio y aunque no ve, cuando siente otra presencia saluda y pregunta a las personas que pasan, qué tipo de productos quieren: “le doy una velita roja para el amor, una amarilla para la prosperidad, la azul para la salud o la verde para la esperanza. ¿Cuál quiere?”.
Miguel Ángel identifica con facilidad las monedas, pero con los billetes sus compañeras de los puestos cercanos deben ayudarlo. Dice que la gente “le pide mucho a Dios para conseguir un trabajo. La mayoría de productos los llevan con este fin”.
Le apena el desempleo y lo que él llama “una pérdida de la fe” porque los devotos ya no acuden a la iglesia como en años anteriores. Él permanece porque es el sustento de la única hija soltera que le queda y de su esposa Julia, su amor hace un poco más de tres décadas.
Cuando Miguel Ángel no tiene cambio les dice a sus clientes que le paguen otro día “porque Dios hará que vuelvan a cancelar”.
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