“Toda persona tiene derecho a la igualdad ante la ley. Nadie puede ser discriminado”, es lo que recalca la Constitución Política del Perú; sin embargo, todos los días somos testigos de cómo esta ley es letra muerta en nuestro país. Tener una buena presencia o ser egresado de una universidad “pituca” son algunos de los tantísimos requisitos disparatados que podemos ver en periódicos y páginas web. Sencillamente repudiables. Es acá cuando se confirma esta famosa frase: el peor enemigo de un peruano es otro peruano. Frente a este panorama, una pregunta retumba cada vez más en nuestra sociedad: ¿todos tenemos las mismas oportunidades en el ámbito laboral? Sin pensarlo dos veces, digo que no, porque a lo largo de los años se ha ido alimentando un monstruo llamado discriminación y parece que ahora nadie puede detenerlo.
El género y orientación sexual se han convertido en factores determinantes al momento de contratar a una persona. Los reclutadores de las empresas se han vuelto el anticristo de las mujeres. Hay casos en los que les ponen montones de pruebas antes de ser aceptadas para un puesto de trabajo. Una de ellas es realizarse un test de embarazo y, aunque parezca increíble, se ha convertido en una práctica discriminatoria muy frecuente. Además, en pleno siglo XXI, el hombre sigue recibiendo una remuneración salarial más alta que una mujer que cumple el mismo cargo, aun así, cuando sabemos que ellas se desempeñan igual o mejor que los varones.
Los homosexuales también sufren las inclemencias de esta sociedad colonial y llena de prejuicios. Lamentablemente, un Perú carcomido por el machismo los ve como bichos raros y los relacionan, equívocamente, con el escándalo y la prostitución. Automáticamente, los tachan para una posible oferta laboral. A pesar de ello, un estudio realizado por la economista norteamericana M. V. Lee Badgett les deja en claro a todos, especialmente a las compañías, que la aceptación por orientación sexual genera beneficios a las empresas, mientras que la exclusión, a final de cuentas, resulta costosa para ellas.
Otro tipo de discriminación visible es la de origen, ya sea académico o geográfico. Las empresas exigen a los muchachos que sean egresados de una universidad de renombre como si un “pata” que sale de una no tan conocida no pudiera hacerle la guerra. Este es un claro ejemplo de cómo los prejuicios pueden llegar a frenar un país y negarle la oportunidad a cientos de peruanos. Las capacidades y virtudes de una persona no dependen de su alma máter, si no de ellos mismos. También, tenemos a la clásica y más destructora de todos los tipos de discriminación: la racial.
La gente, desgraciadamente, sigue usando términos como “cholo” o “serrano” para menospreciar a los demás, y está claro que estas expresiones en el mundo laboral tiran por la borda todas las habilidades profesionales que una persona pueda tener. Y ello solo por el hecho de no ser alto con piel blanca y no poseer un apellido rimbombante. Y para subrayar lo que he dicho, el Ministerio de Cultura realizó un experimento que consistió en enviar currículos falsos de jóvenes con excelentes méritos con apellidos de origen étnico. Los resultados fueron sencillamente crudos: los postulantes que fueron considerados “bonitos” obtuvieron un 80 % más de posibilidades de ser aceptados, mientas que los de tez blanca un 50 %. Desgarradora realidad peruana, señores.
En conclusión, no todos los peruanos gozamos de una igualdad al momento de postular a una chamba por culpa de esta lacra social llamada discriminación. Por ello, sugiero que se creen nuevas leyes para que fiscalicen a las empresas al momento de solicitar nuevo personal, y así, vayan desapareciendo estas injusticias. De igual modo, no hay que olvidar que los ancianos y discapacitados también deben tener las mismas oportunidades que nosotros. No es tan difícil entender que todos tenemos derecho a postular a un trabajo y ser tratados dignamente. De una vez por todas hay que sacarnos esas vendas de los ojos y comenzar a ver a las personas por sus habilidades y virtudes y no por su pinta.
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