Escena de Malasaña 32
El género de terror en su filial de sustos y sobresaltos o entusiasma o se subestima, y, para que entusiasme, uno tiene que dejarse la lógica y el sentido común fuera de la sala de cine. Si se decide a entrar con ellas, el susto se convierte inevitablemente en jolgorio. La segunda película de Albert Pintó (la anterior, una comedia titulada «Matar a Dios», la firmaba con Caye Casas) es una típica historia de familia, de niño hasta abuelo, atrapada en una casa maldita, aunque (curiosamente el gran hallazgo) tanto pesa en la imposibilidad de irse de allí la hipoteca que los inmoviliza como la mala baba del «fantasma», y desde su arranque hasta el fin prácticamente todas las soluciones que toman los personajes son, desde el punto de vista de la sensatez, un disparate (se dice personajes, por no decir guionistas) y cada uno de sus movimientos y actos buscan con desespero que el espectador dé un respingo (ni los ruidos, la música y la cámara tienen otro propósito).
Si usted se dejó el sentido común fuera, disfrutará de ello, y en caso contrario se preguntará qué hace ahí el personaje de Concha Velasco o por qué se hacen coincidir con precisión milimétrica cliché y susto… Se puede ensanchar con voluntad la delgadez argumental pegándole circunstancias sociales y de época (familia que se va del pueblo a Madrid a finales de los setenta) y lucubrar con la metáfora de los fantasmas del franquismo, y tal. Aunque, en Malasaña y por aquel entonces, con la «movida madrileña» poblando el barrio, en la esquina del «Penta» había más insensatez y peligro.
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