Licarí era un pueblito rural fundado por cultivadores de plátano dirigidos por Miguel Angel Vargas, un hombre afrodescendiente de ojos claros y liderazgo innato. Fueron muchas las ofertas que le hicieron a él y a sus compañeros para que trabajasen sembrando coca en pueblos que estaban bajo control del narcotráfico. Pero el líder social, tenaz en sus convicciones, convenció a los demás de construir un hogar propio en el que pudieran decidir cómo vivir. Cerca de un gran río que se asemeja a una serpiente, ayudó a edificar el pueblo casa por casa. Miguel Angel había sido para Licarí lo que José Arcadio Buen Día fue para Macondo.
Una de las casas, perteneciente a Josué Barragan, se había convertido en taberna. Todas las tardes, después de la extenuante jornada de trabajo, la comunidad se reunía allí para beber algunas cervezas y relajarse. Aunque ese lugar había sido testigo de muchos momentos de vida y alegría, como la exitosa propuesta de matrimonio que Miguel Angel hizo a Andrea Vallejo, también fue el sitio en donde la muerte tocó a la puerta de la comunidad.
Una noche, mientras todos bailaban y se divertían, la puerta de la taberna fue abierta desde afuera con violencia. Todos quedaron petrificados cuando vieron ingresar a varios hombres armados, quienes portaban uniformes como de militares y una cinta roja en su brazo izquierdo. Uno de ellos, bastante pasado de peso y con un bigote canoso, pidió que apagaran la música y cuando hubo silencio absoluto dijo:
Cuando los armados salieron de la taberna el silencio se mantuvo por varios minutos. Josue volvió a encender la música pero ya nadie quería bailar. En menos de media hora el recinto se había vaciado por completo. Los habitantes de Licarí se fueron a dormir sospechando que a partir de esa noche sus vidas serían una pesadilla.
Al día siguiente, bien temprano en la mañana, Miguel Angel caminó por casi dos horas hasta llegar al batallón del Ejército Nacional, ubicado a varias veredas de distancia. El Teniente que lo recibió, tras escucharlo con cierto desdén, respondió diciendo que todos los días le llegaban noticias de amenazas como esa, y que no estaba en la capacidad de responder a todas. Aseguró que lo mejor que podía hacer era llevarse cien fusiles del batallón y convencer a su comunidad de convertirse en autodefensa. El sembrador, enemigo de las armas, se rehusó y salió de allí colmado de angustia, porque supo que su comunidad estaba sola.
Durante el camino de regreso imaginó un diálogo amistoso con el General Guevara, buscando garantizar una relación de armonía. Pero al llegar de nuevo a Licarí la realidad le abofeteó el rostro. Se encontró con una aglomeración de gente en el terreno que cultivaba Saul Castañeda. Miguel Angel se acercó y vio a Ricardo Guevara y varios de sus hombres con actitud desafiante frente a Saul. El General le decía:
Saul asintió con la cabeza y los hombres de Guevara se dispusieron a deshacer la siembra de plátano que había sido su sustento por más de diez años. Con el transcurso de los días ocurrió lo mismo en otros terrenos y fue evidente para los habitantes de Licarí que esa guerrilla había llegado al territorio por su cercanía con el gran río, lo cual les garantizaba una ruta fluvial para comercializar el polvo maldito.
Muchos de los campesinos habían heredado el carácter férreo de Miguel Angel, y para contrarrestar la resistencia que varios pusieron ante la amenaza de erradicar sus cultivos, Guevara hizo que todos se reunieran una tarde en la plaza central para advertirles, con una rafaga de tiros al aire, que no le temblaría la mano para corregir la desobediencia. El líder de la comunidad observó a todos sus amigos y vecinos con la mirada clavada en el suelo, ese gesto de sometimiento le reveló que habían perdido la libertad de la que antes gozaban, entonces sintió la incontenible necesidad de proclamar lo que había pensado durante varias noches en vela:
Sus palabras retumbaron en la comunidad, y el apoyo que se manifestó en chiflidos y aplausos fue sepultado con otra rafaga de disparos al aire. Guevara mandó a sus hombres a tomar a Miguel Angel y otros once hombres que lo habían respaldado. Los puso en una fila, de rodillas, mientras sus esposas e hijos clamaban y forcejeaban para que los soltaran. Cuando los doce estaban en posición de fusilamiento, dijo a la comunidad:
El jefe guerrillero cargó el arma y cuando iba a disparar un proyectil le atravesó el hombro izquierdo. Entonces se desató un diluvio de disparos. Los doce que estaban de rodillas, y la comunidad en general, aprovechó el momento para correr y escapar. Algunos alcanzaron a ver como una centena de hombres, que se aproximaba desde la montaña, combatía contra el ejército de Guevara. Miguel Angel y su esposa se refugiaron en el baño de uno de sus vecinos, durante los tres días y dos noches en que se prolongó el combate.
Cuando el fuego cesó decenas de casas habían sido destruidas y muchos los caídos. Otros hombres armados, con trajes como de militares y con una bandera del país en el brazo derecho, entraron en las casas donde la comunidad se refugiaba, presentándose como la autodefensas y diciendo a todos que podían sentirse tranquilos, porque habían derrotado a las Fuerzas Libertarias y Revolucionarias y se quedarían allí para protegerlos.
Los habitantes de Licarí, a pesar de tener el terror impregnado en la piel, salieron de sus refugios provisionales y volvieron a sus respectivas casas. El líder de las autodefensas, Carlos Jimenez, un hombre corpulento que carecía de una de sus orejas, se mostró en principio colaborador y amigable, ganándose así la confianza de muchos habitantes, quienes le ofrecieron comida a él y a sus hombres.
Pasados un par de días y Carlos Jimenez invitó a la comunidad a tomar un canelazo para hablar sobre las nuevas medidas de seguridad que había que tomar para defenderse del grupo guerrillero que se mantenía al acecho. Miguel Angel se mantenía receloso, pero accedió al fin con las súplicas de su esposa, quien argumentaba que valía la pena al menos escucharlos por haber desterrado a los hombres de Guevara.
La noche en que hicieron el canelazo prendieron una fogata. Servida la bebida, Jimenez tomó un par de sorbos, se levantó de la pequeña motocicleta en la que se recostaba y dijo:
Tras el discurso, aplausos tímidos afloraron. Aunque esa noche se bailó, Miguel Angel sentía que el espíritu de muerte no se había marchado, por el contrario, presentía que vendría algo peor. A la mañana siguiente varios de los campesinos se enlistaron en las filas de la autodefensa, dejando a un lado los instrumentos de la sembranza por las herramientas de la muerte.
Aquella mañana, cuando algunos de los campesinos estaban recibiendo el uniforme y el fusil en la plaza central, Josue, el dueño de la taberna del pueblo, apareció forcejeando con su esposa y su hija de quince años, quienes trataban de detenerlo y no permitir que llegara a donde estaba el líder de las autodefensas. Cuando logró zafarse y estuvo frente a Jimenez le reclamó con gritos alegando que era una farsa la supuesta protección que su ejército le daría al pueblo, porque la noche anterior, mientras todos bailaban, un par de hombres de la autodefensa habían abusado de su hija. Con lágrimas de furia escurriendo del rostro, Josue se abalanzó sobre Jiménez para golpearlo, y tras una rafaga de disparos el tabernero se desplomó al suelo. Su hija y su esposa gritaron con desgarro y se inclinaron sobre el cuerpo, entonces maldijeron a Jiménez y se abalanzaron sobre él. Con otra rafaga de disparos la familia completa terminó en el suelo. Mientras toda la comunidad presenciaba atónita aquella escena, el jefe de los armados dijo:
A partir de esa trágica mañana en Licarí se instauró la ley del silencio. Desaparecieron las voces que coreaban canciones en la taberna, las conversaciones con opiniones honestas en la plaza, las risas de los niños en las callejuelas. En lugar de esto había un silencio sombrío que obligaba a los habitantes del pueblo a sufrir la situación en soledad y envenenarse con el dolor que no podían expresar.
Así transcurrieron siete meses, en los que las autodefensas combatían los esporádicos ataques de la guerrilla, mientras se adueñaban de buena parte del dinero que producían las cosechas e ingresaban noche tras noche a las viviendas donde habían mujeres jóvenes. Todos los padres o esposos que se atrevieron a decir algo no volvieron a ser vistos jamás. El amor que los habitantes de Licarí tenían por su tierra, y la esperanza de que la violencia terminará pronto, les impedía a muchos tomar sus cosas e irse.
Una noche lluviosa Miguel Angel estaba atendiendo la taberna de Josue, de la que se había hecho cargo por petición de sus amigos. Mientras servía unas copas a excompañeros de sembranza que se habían convertido en armados, se abrió la puerta de la taberna y vio a Andrea, su esposa, empapada con el camisón blanco que utilizaba para dormir. Su rostro mostraba un dolor punzante, el cual Miguel Angel comprendió cuando vio que ella posaba una de sus manos en la entrepierna. Corrió hacia ella y ambos estallaron en llanto al abrazarse. Andrea se desplomó al suelo de rodillas, y entre sollozos maldecía a los hombres que la habían abusado. La furia se apoderó de cada fibra de Miguel Angel, quien apretaba su mandíbula y sus puños mientras la abrazaba. El dolor rebosó su alma y se vio obligado a romper la ley del silencio. Soltó a su esposa y se giró, diciendo a todos:
Miguel Ángel cargó a su esposa en los brazos y salió de la taberna. Aunque muchos sintieron fervor a causa de sus palabras, el miedo ya se había incrustado demasiado profundo en los corazones, por eso la única reacción fue un silencio tenebroso, acompañado de leves murmullos que provenían del fondo de la taberna, en donde estaban un par de hombres de Jimenez.
Mientras el líder social y su amada avanzaban por el camino empedrado ella lloraba con desgarro, a lo cual él respondió besando su frente y diciendo: “Tranquila mi amor, pronto nos iremos de aquí”. Dichas estas palabras, detrás de sí escuchó el sonido de una motocicleta que le arrebató toda esperanza en el mañana. Cerró sus ojos y lo último que hizo fue pedirle a Dios por su comunidad. Segundos después, una rafaga de disparos le arrebató a Licarí aquel líder que les había orientado por décadas.
Tres días después de lo ocurrido, el Presidente de la República dio un discurso en la ONU sobre la situación del conflicto armado en el país. Frente a medios de comunicación de todo el mundo aseguró: “El Gobierno ha trabajado incansablemente para estar presente en todas nuestras comunidades, y como fruto de este esfuerzo, hoy podemos decir que nuestros habitantes por fin disfrutan de la anhelada paz”.
La descarada negación de la realidad por parte del mandatario, sumada a medios de comunicación nacionales que ignoraban la situación y a millones de ciudadanos que desde las grandes ciudades recibían con indiferencia noticias sobre las reiterativas muertes de líderes sociales, condenaron a los habitantes de Licarí y de muchos otros pueblos rurales a vivir y morir en la ley del silencio.
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