La huída

Este lugar es extraño, la humedad empaña mis gafas y se hace tan difícil respirar como vislumbrar lo que tengo ante mí a escasos metros. Tengo la certeza que mientras camino hacia no sé dónde, me rozan las ratas entre los pies, como si quisieran entorpecer mi paso con alguna intención clarividente y desveladora de mi destino. Lo sé porque voy descalza y no puedo asegurar los pasos, no tengo alternativa y no puedo perder el tiempo. Sencillamente sé que debo caminar sin detenerme, sin mirar atrás, sin pensar lo que abandono y sin cuestionar lo que me encontraré. No me importa si es el pelaje mugriento de las ratas que deambulan a través de la neblina en busca de carroña o cucarachas del tamaño de mi mano lo que roza mis pies. El olor a moho está por todas partes, no me disgusta, me acerca a mi lado más salvaje. Es la parte exótica de aroma a verdín la que me da fuerzas para seguir hacia el final. El recinto es muy estrecho, aunque sumamente largo, las paredes son de hormigón viejo, están agrietadas y muy frías, es como caminar dentro de una nevera gigante. Es tan estrecho que casi puedo tocar las dos paredes al mismo tiempo con la punta de los dedos. No tengo ni la más mínima sensación de claustrofobia, el tiempo se encarga de desechar todo aquello que nos debilita para la supervivencia. He de confesar, que después de el día de ayer, soy menos sensible. Sería ridículo pensar que un sitio así me acongoja, después de pasar dos años de vida sumidos en torturas diarias. Un velo azulado se deja ver a través de la bruma, y mi imaginación se encarga del resto. ¿Por qué querría mi padre dejarnos huir? su decisión no es digna de un pesar. He suplicado durante años que deje a los rayos de sol tocarme la cara. Después viniste tú, que has sido mi luz en la oscuridad, ahora dejas de ser lucero del infierno para convertirte en un espejo de luz natural, aunque sea por encima de mi cadáver.