Sonidos

A Sara le gustaba ir al monte con su padre, le extasiaban todas las sensaciones que podía percibir ahí; lo mejor era deleitarse con los miles de sonidos que formaban una melodía en su cabeza: el agua del río corriendo furiosa, las marmotas chillando y los cuervos gritando, todo al mismo tiempo en el que los buitres volaban en círculos y rompían el aire tímidamente. Sí, ella también podía escuchar el aire roto tras el paso de semejante animal. Todo parecía estar formando una orquesta que había sido pensada solo para ella. Después iban los tábanos a perturbar su tranquilidad, ¡cómo lo disfrutaba!, podía matarlos fácilmente, eran torpes y tenían tantas ganas de morderla que ni siquiera veían acercarse a la mano que los aplastaría sin piedad. Sara adoraba el sonido de sus cuerpos explotando entre las palmas de sus manos, le gustaba también la sangre que le dejaba en la piel y que después usaría para decorar las rocas. Lo mejor venía al volver, partía la leña con ese aparato que estaba lleno de fuerza, ella solo tenía que mover una palanca y el hacha bajaba para desquebrajar el tronco. Era todo un placer para ella poder oír el chirrido de la madera rompiéndose desde el corazón, le recordaba a lo que oía después del disparo del rifle de su padre en los días de caza, ese sonido que ella percibía con nitidez: la munición desgarrando la piel del jabalí y hundiéndose en algún hueso para alojarse de golpe y sin previo aviso. Eso le dio una idea, el cachorro que entrenaban para la caza era un animal muy inocente, ella sabía que no se resistiría hasta que fuera demasiado tarde y la máquina estuviera sujetándolo para enterrarle la hoja afilada en medio del cráneo. El sonido fue brutal pero se terminó demasiado pronto. Necesitaba algo más grande. Cuando su padre fue a buscarla como cada mañana, ella lo recibió encaramada sobre el armario, lista para saltar sobre él y arrebatarle la vida con un cuchillo jamonero. Ahora tenía muchos huesos de buen tamaño para destrozar en el aparatejo.

Fin.