El deseo de Mercedes
Celestin Freinet
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El deseo de Mercedes

Era un día soleado en la ciudad de Salento, ubicada a la lejanía del oeste de Bogotá, las tiendas se encontraban abiertas a tempranas horas de la mañana y los turistas deambulaban por diferentes puestos de artesanías y comida, como era de costumbre.

Angie Espinosa | 4 ago 2020


Pero en esa mañana, que de una fecha no deseo acordarme, la ciudad de Salento supo la noticia sobre la desaparición de Mercedes Goméz, mujer de dieciséis años e hija de uno de los vendedores de artesanías, José Goméz, que era bien conocido gracias a su local "Él chuzo"  el cual atraía más clientela que los otros, gracias a los productos de marca que también vendía. Esa mañana cuando don José expuso la noticia de su hija desaparecida a su vecino, Ricardo, la información empezó a correr por toda la ciudad haciendo que la gente terminará preguntándose dónde había ido Mercedes.

 

Gracias al cariño que les tenían a don José y su familia, los vendedores y vecinos habían ido a  “El chuzo” con la esperanza de saber el paradero de la joven, y ayudar en su búsqueda. Cada persona que iba a ese lugar, recibía la misma respuesta de parte de don José: 

 

“No sabemos dónde se encuentra. Siempre llegaba a las tres sin falta, y en caso de alguna demora siempre nos llamaba desde el teléfono del colegio.”

 

Cuando le preguntaron si la joven poseía un celular o algún medio de comunicación, fue la madre quien respondió:

 

“No lo considerábamos necesario, y ella no demostraba indicios de querer uno.”

 

Don José añadió:

 

“Creíamos que tenía alguna actividad en su colegio, siempre ha participado en esas cosas, y quizás se le había pasado avisar. Pero cuando llamamos al colegio, nos dijeron que ella había salido a la misma hora que todos los días. Traía su uniforme de diario, y su maleta de color rosado.”

 

El llanto de doña Marta, la madre, caló tan fuerte en el pecho de las personas que, sintiendo compasión por los padres, iniciaron una búsqueda improvisada de Mercedes, saliendo en sus coches por las calles cerca al colegio y caminando por las veredas preguntando por la joven, en compañía de los padres.

 

Tuvieron que pasar cerca de cinco horas cuando, un vecino junto con su hijo, encontraron a Mercedes quejándose cerca de un arroyo, algo alejado de la ciudad. En su cuerpo se mostraban diferentes moretones de los que la joven se quejaba cuando intentaron levantarla del suelo. No había rastros de la maleta o del buzo de su uniforme, le faltaba el zapato izquierdo y estaba cubierta de tierra, haciendo que su cabello se viera enmarañado. 

 

Mientras el hombre llevaba a Mercedes al hospital más cercano, su hijo había empezado a correr de vuelta al centro en donde estaban los Gómez, informándoles que la habían encontrado y estaba siendo llevada al hospital.

 

En el hospital, tomó unas horas para que Mercedes recuperara el conocimiento acostada en una camilla, estaba desorientada y no se podía estar seguro si era por los medicamentos, o el cansancio en su cuerpo. Sus padres, al verla, solo optaron por abrazarla con fuerza mientras lloraban su nombre, siendo respondidos de la misma forma, con todas las fuerzas que la joven podía poseer.

 

Solo fue cuestión de tiempo, cuando la policía llegó a ella preguntando por los hechos. La mera pregunta de qué era lo que había pasado, había ocasionado un trance en la joven que fue roto por su llanto desgarrador. No lo había logrado, no había podido decir los culpables de sus daños ni siquiera con la presión de la policía y sus padres encima, recordar lo vivido, todos esos hechos que pasaron en una misma tarde y que se sintieron como una eternidad, era una pesadilla que Mercedes se negaba a afrontar. 

 

Tuvo que pasar una semana para que lograra salir del hospital con su pie izquierdo enyesado y un collar ortopédico, tuvo la suerte de que un vecino, al verse conmovido por la joven, le había prestado una silla de ruedas que tenía en su casa para que Mercedes pudiera andar en el interior de “El chuzo”, durante su recuperación. Veía a las personas entrar y salir, por otra semana más, en el estado en el que se encontraba. En ocasiones intentaba ayudar a su papá en atender a los clientes, aún con los reclamos de él, con la intención de no pensar en lo sucedido hace ya dos semanas.

 

Pero las noches la carcomían, despertaba con lágrimas al rememorar esa tarde, llegaba al punto en donde deseaba solo dormir para siempre o no querer volver a dormir, sentía la ansiedad recorrerle cada vez que hablaba con los turistas que iban a el local aunque no tuvieran malas intenciones, había veces en que solo quería estar en su cuarto y ni siquiera la presencia de su madre podía calmarla.

 

Los días pasaban, y estos se volvieron a semanas en donde, poco a poco, dejaba de comprenderse y conocerse a sí misma, su mente parecía caer cada día más en la paranoia, o era lo que ella sentía. Se había negado a ver un psicólogo o hablar con alguien, prefería encerrarse en su mente, aun así esto la terminaría matando. Doña Marta lloraba en las noches, y don José no dormía consolando a su esposa y pensando en su hija. En un intento de que Mercedes desviara su sufrimiento por solo unos segundos, doña Marta le había sugerido que le ayudará en el restaurante que manejaba cerca del local, quizás a servir sopas o atender la caja.

 

Pronto, terminó encontrándose sirviendo ajiacos y entregándolos en la ventanilla de la cocina en silla de ruedas, con el aroma de comida rodeándola. Sentía las miradas de pena de las cocineras, y luchaba con todas sus fuerzas por no gritarles que dejaran de mirarla y atendieran lo suyo. Doña Marta había salido del local para verificar la compra de papas de uno de sus proveedores, así que no podía salir del lugar hasta que llegara al restaurante.

 

La ventanilla dejaba ver a las personas en las mesas, niños untados de comida y personas ingresando al local hablando de sus asuntos buscando un lugar, todo estaría bien. Sino fuera por las dos personas que vio entrar al local, que lograron causarle un escalofrío en su espina dorsal.

 

Aquella tarde hace más de un mes, había salido del colegio rumbo a su casa con la intención de ver televisión o dormir un poco, solo había llegado volteando a la esquina, a unos treinta pasos del colegio, cuando dos cuchillos, uno en su espalda y otro en su rostro, aparecieron en su camino. Le habían dicho que tenía que caminar, seguirlos a algún lugar desconocido con la promesa de que estaría bien, aunque las armas blancas dijeran otra cosa. Los golpes, los escupitajos, el que solo tocaran su cuerpo por encima de la ropa, todas esas memorias volvieron a Mercedes, quien había empezado a llorar apartándose de la ventanilla con la atenta mirada de las cocineras.

 

Le preguntaban qué era lo que pasaba, pero los sollozos solo salían de su boca. Asustadas, dos de las cocineras fueron en busca de doña Marta mientras la tercera se dedicaba a traerle un vaso de agua. Sus manos temblaban tanto que el vaso terminó cayendo contra el suelo.

 

  • No te preocupes, yo limpio eso – la cocinera había empezado a barrer los vidrios y secar el piso, fue cuando los iba a botar a la basura que se percató de que esta estaba llena. Volteó a verla apenada, como a un perro que dejas en la calle – Voy a ir a botar la basura, no tardaré y luego podrás decirme que es lo que paso – sin esperar respuesta, la cocinera ya se había ido con bolsa en mano, dejándola sola.

 

Volteo a ver a la ventanilla donde los dos hombres reían en una de las mesas, eran extranjeros, lo recordaba gracias a su muy mal hablado español y el físico los delataba un poco, si se miraba de cerca. Sus lágrimas se habían detenido, en cuanto escucho a la mesera decirle que había una orden para la mesa cuatro. No era la primera vez que trabajaba en el restaurante, y podía reconocer todas las mesas gracias a que su madre no solía cambiarlas de posición, reconociendo que en la mesa donde estaban los culpables de su tortura, era la mesa cuatro.

 

Al tomar la nota pudo ver que habían pedido ajiaco y una bandeja paisa, aun se encontraba sola en la cocina pero no podía dejar de trabajar. Se acercó a uno de los cajones bajos en donde se guardaban los productos de aseo, verificó cual debería tomar de todos los detergentes que veía, optando por el de color morado. Sirvió las sopas agregándoles una tapa entera de detergente para pisos, y revolvió bien echando un poco de sal para encubrir el sabor. La mesera volvió por alguno de los pedidos, y le indicó que ese, en específico, era para la mesa cuatro. Guardó el detergente en su lugar y, moviendo su silla de ruedas, se dedicó a observar la ventanilla en dirección a la mesa cuatro.

 

Los extranjeros tomaban la sopa haciendo gestos extraños, pero logró ver como entregaban los platos vacíos de vuelta.

 

No medía las consecuencias que eso pudiera causar, pero no le interesaba. Su mente la torturaba cada día de manera diferente, que su raciocinio le indicaba que eso era lo correcto. Mercedes sentía que ya había muerto por dentro, pero un deseo, que surgió de lo más profundo de su alma adolorida, le pidió tomar venganza, una pequeña, y que quizás no funcione, pero que la lograra aliviar por al menos unos segundos de su tormento. ´

 

Creado por: Angie Espinosa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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