La agonía de la selva.
Celestin Freinet
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La agonía de la selva.

Corría el año 1969 cuando descubrí que los inmensos árboles de la jungla podían ser asfixiantes y las tonalidades verdosas de sus hojas un motivo suficiente para hundirse en la miseria.

Mariana Freinet | 4 ago 2020


Aquella tierra era en verdad misteriosa e intrigante, que de no ser por la forma tan violenta como ráfaga en la que llegué a esta, me hubiera perdido en su extensión.La guerra desafortunadamente le brindaba una faz terrorífica y una esencia a muerte, la cuál era la mayor pesadilla de todo soldado que era abandonado en un lugar así como lo era Vietnam.

Recuerdo aún la tarde en que pisé por primera vez su suelo. Era joven y lo único que poseía era un gran sin sentido frente a la vida que me había sido otorgada. Mi llegada se produjo a finales del 67, con la frialdad más profunda recorriendo cada una de las facciones de mi rostro, pese al palpitante corazón escondido entre mi carne. Desde el 64 el desplazamiento de las tropas estadounidenses fue masivo, además de los constantes bombardeos a las poblaciones del norte y a las de Laos y Camboya por un incidente naval, el cual se comprobaría años más tarde que fue un falso pretexto para incursionar en la propagación del comunismo que se estaba dando en estos lugares, en el marco de la guerra fría. A través de mis ojos, entumecidos por un sensación de vacío, he de recordar cuando contemplaba la vasta vegetación del lugar, mientras un deseo por perderme para siempre en ella me atrapaba; pero que lamentablemente para ello, tan solo existía una forma de que ocurriese y en la cual no estaría consciente de uno de los pocos sentimientos que conseguían una expresión diferente en mi rostro a la de la indiferencia.

Debía mi cadáver pereciente caer al suelo, mientras las entrañas de la tierra lo absorbían hacia un camino de silencio y serenidad. Alrededor de 3 años tuvimos que respirar la humedad de la jungla. En aquella época no nos llegó la muerte a algunos cuantos pero tuvimos que vivir con las incesantes memorias de la violencia, la sangre y la brutalidad. Muchos no lo soportaron y terminaron condenados por su locura a repetir las masacres de las cuales nunca se pudieron deshacer en sus pesadillas.Otros se transformaron en el eterno hombre solitario, cuyas culpas le impedirán por siempre alejarse del horror que con sus manos y consciencia perpetró. En el caso de mi pelotón el punto más álgido ocurrió en 1968.

El 16 de marzo de aquel año mi compañía ingresó a una aldea de forma abrupta. Varios compañeros fallecieron desmembrados debido a una emboscada del Vietcong y ahora, en nuestras miradas abundaba un inmenso odio. Allí se desató la rabia, el dolor y la frustración de la forma más inhumana posible contra el poblado entero. Mujeres violadas a la luz pública, el sonido ensordecedor de los tiros directos a la cabeza y uno furtivo en medio del desastre. Nuestro líder cayó desplomado en un extraño instante de torpeza por parte mía; más mis ojos indicaban algo muy diferente. Sabía lo que hacía perfectamente. Merecíamos perder aquella guerra. No se trataba de una cuestión de valor como plantean los más acérrimos nacionalistas.

En este caso fue una revelación de lo monstruoso que es capaz de ser el hombre. Eran humildes, pudieron haber sido cualquiera de nosotros. Ellos y nosotros somos marginales, los primeros indeseables que ameritan morir. Jamás fueron el enemigo, puesto que para conocerle a este solamente debíamos acercarnos a nuestros reflejos del agua enlodada. Nunca volveré a estar fuera de una celda y a pesar de todo, siento libertad en su máxima expresión y aún más intensamente tampoco me siento culpable por mis acciones. Mis recuerdos son lúcidos, más de lo que deberían ser de aquellos por encima de los 79. Me duelen las articulaciones y a veces respirar me fatiga pero nunca he dudado sobre lo que mis ojos han visto. Es el suplicio con el que carga todo aquel que tuvo que ver arder Vietnam...

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