Pero un maestro como Hoyos no lo fue solo por ser un gran académico. Hoy hay muchos de lo segundo y muy pocos de lo primero. Además de su don de gentes, de su calidez, de su bonhomía, Hoyos enseñó a ser congruente. Sin duda por su formación jesuita aprendió y así lo transmitió que, como alguien alguna vez dijera refiriéndose a Salvador Allende, hay que "decir lo que se piensa y hacer lo que se dice". No solo era el profesor de Kant o de Habermas o de Husserl: ahí también lo tenían en las marchas en defensa ya de la educación pública, ya de la tolerancia política por la UP, ya del respeto a los procesos de paz, ya de la vivienda para sectores marginados. No era un intelectual de buhardilla, acomodado en su felicidad doméstica, sino un militante de las causas sociales y democráticas sin las rigideces de la militancia partidista.
A estas alturas, ya Hoyos había colgado los hábitos, se había casado con Patricia Santamaría, su fiel compañera hasta el último instante de su vida, y en esa línea de conducta vital no solo había transitado por la decanatura de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, sino había igualmente fungido como asesor de Colciencias, del Icfes, de la Comisión Nacional de Acreditación, de la Academia Diplomática de San Carlos, y un largo etcétera, todas designaciones que sencillamente reconocían un protagonismo intelectual que muy pocos han logrado representar en Colombia.
Compromiso vital con sus convicciones que lo habían llevado a la Comisión de Paz del gobierno Betancur, así como inmediatamente antes a ser un censor acérrimo del Estatuto de Seguridad del gobierno Turbay, como sería más tarde un fervoroso defensor de la Constitución del 91, que para el encarnaba -guardadas proporciones por supuesto- la democracia comunicativa habermasiana, y finalmente un crítico frentero y sin conciliaciones del autoritarismo del gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
Aún recuerdo un congreso internacional de filosofía que abrió Hoyos con una lección inaugural en la Universidad de Antioquia, en Medellín, en plena euforia uribista, y ante un inicial silencio sepulcral, en muchos temeroso en otros cómplice, que después se transformaría en cerrado aplauso, recordarle al poder que el cambio de las reglas de juego no conduce a la democracia sino al autoritarismo y la corrupción, lo que resultaría casi profético.
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