Después de todo, nos criamos en el colegio cantando sin falta en cada 23 de marzo Recuperemos nuestro mar y cuando no, en cada desfile del lunes a la hora cívica. Por eso, esta sensación de cercanía posible y concreta del fallo de La Haya, trae consigo una serie de vistazos y revisiones críticas a la historia de la pérdida de ese mar; la coyuntura, lo exige.
Un programa de radio difundió el comentario del libro “Tras las huellas de nuestros héroes” que, entre muchos jugosos datos y sorpresivas develaciones ponía en la mesa algo que no debería sorprender: los intereses de clase de la oligarquía están por encima de los intereses nacionales. Quitaba ciertos borrones y cuentas nuevas escritos en los libros de historia. Por ejemplo, que siendo Hilarion Daza el último de los “caudillos salvajes” –quiere decir, no perteneciendo a la flor y nata de la aristocracia boliviana- no logró entretejer un capital social que lo respaldara en tiempos de tambaleo. Y es que la capacidad de negociación de Aniceto Arce y Narciso Campero brilló durante la Guerra del Pacífico. Dueño de minas, el primero es recordado por ser el presidente (1888-1892) en cuya gestión se construyó el primer ferrocarril que unió Antofagasta, Uyuni y Oruro, empezando así “el verdadero progreso de Bolivia”; no está demás aclarar que Arce, dueño de minas, era el principal beneficiado y que buena parte de la inversión en la construcción del ferrocarril vino de constructoras chilenas. Era el precio de la rendición boliviana. Narciso Campero, renombrado militar ensalzado como quien quitó las riendas del poder a un inepto que no sabía hacer la guerra, al parecer tendió los primeros puentes hacia una paz comercial pues, después de todo, la guerra la jugaron primero por los recursos y, perdida o ganada, ¿en qué situación quedaban los vínculos de comercio? Al final, el capital no tiene nacionalidad. Estos esclarecimientos, planteados desde la Academia militar, nos animan a seguir escarbando entre nuestras raíces históricas más cercanas, que es la oligarquía tarijeña de fines del siglo XIX; también nos compele a leer los nombres de nuestras calles, colegios, los monumentos de las plazas y preguntar e indagar ante tanta pulcritud. Después de todo, conmemoran, ¿pero qué?
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