“La soberbia no es grandeza, sino hinchazón, y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano. Detrás de su apariencia de grandiosidad el soberbio esconde su propia flaqueza. Es el dime de qué presumes y te diré de qué careces. La soberbia es la debilidad, la humildad es la fuerza. El soberbio puede ser inteligente y astuto, pero solo en la virtud está la sabiduría”
Quienes hemos estado de alguna manera vinculados con la academia, no escapamos de esa torpe y engreída actitud a la que se llega después de leer algunos libros y conocer algunos temas con los que nos creemos eruditos, sabios profesores encopetados, intelectuales duchos, soberbios discursivos, investigadores epónimos y hasta precursores de la inteligencia. El problema se agudiza cuando además de las lecturas y posturas mencionadas aparecen los títulos, pergaminos, diplomas y certificados que legitiman a los profesionales, licenciados, magister, doctores y Ph.D. Todos los que hemos trasegado la esfera universitaria hemos estado de alguna manera comprometidos con esta distorsionada concepción del saber y del mundo intelectual.
Lo más lamentable de los honorables y hasta merecidos títulos y cartones universitarios es el efecto negativo que ocasionan en aquellos que los reciben; toman tan “en serio” el asunto que se distancian de la sociedad, de la comunidad, del estudiante, del compañero profesor que no es docto, de los amigos de antaño y hasta del pueblo raso que es supuestamente para quien estudió y se adornó de diplomas. De este tipo de académicos e “intelectuales” estamos copados en las universidades colombianas, en el periodismo, en los cafés libres de humo, y en los restaurantes estrato nueve que es donde no llegan ni el pueblo, ni los mendigos ni la plebe.
Estos intelectuales-pseudointelectuales de cartón- se ocultan en una burbuja incontaminable y separada de la populacha y fastidiosa sociedad y de allí solo salen cuando les permiten pontificar o hacer alardes de la “sabiduría” acartonada que orgullosamente ostenta. La palabra prójimo la detestan, porque la consideran estorbosa para sus “aromas intelectuales”, porque para eso le sirvieron los libros para separarse del común. Enrique Serna en su obra Genealogía de la soberbia intelectual, así los describe.
“El hombre o la mujer endiosados, sea líder político o caudillo intelectual, niega sus lazos consanguíneos con el hombre común y, desde ese momento, se desliga emocionalmente del prójimo, a quien puede aplastar como una cucaracha”.
Entre el saber y el poder, entre la fuerza y el conocimiento, ha existido siempre una dependencia mutua, pero también una enemistad profunda. En la Roma Imperial los emperadores no dudaban en tener entre sus preferidos en las comilonas a personajes con inteligencia ya fueran literatos, filósofos o poetas. El saber se ponía de rodillas ante el poder, pero ninguno de los sabios adalides de los emperadores escapó de la horca o del puñal del poderoso. Jamás el poder confía de la inteligencia cuando esta no es de su rebaño, pero disimula el odio para mantenerle cerca y así exterminarle con mayor facilidad. No hay nada más desastroso que un intelectual zalamero con los hilos del poder.
“Cuando entran en pugna, la inteligencia puede quedar sometida al poder, pero las ideas proscritas o censuradas retoñan años o siglos después con renovado empuje. Aunque haya tratado de crear un espacio autónomo desde los tiempos de la Academia platónica, la república de las letras y las ideas nunca ha sido un ámbito ajeno a los intereses mezquinos y las rencillas políticas”
En la antigüedad los sabios eran sacerdotes que se ocultaban en la maraña de la naturaleza para que nadie los viera y les quitara la sabiduría. Esta actitud se percibe en el “intelectual moderno” cuando renuncia al contacto con la comunidad y se establece con su secta que le aplaude en todo lo que pontifica. Muchos de los sumisos aduladores de este tipo de sabios terminan enredados en la telaraña de su sacerdote que no llega a ser más que un charlatán que oculta en sus pergaminos la incapacidad.
“La manera más primitiva de acaparar el conocimiento es negarse a compartirlo, tapiar las puertas y ventanas por donde la gente común puede asomarse a los hallazgos de la secta privilegiada. Muchos intelectuales creen que la alta cultura, por su propia naturaleza, siempre será un club de acceso muy restringido y en consecuencia, no vale la pena empeñarse en divulgar lo que la masa jamás comprenderá. Saben, sin embargo, que algunos intrusos pueden meter las narices en las disciplinas bajo su custodia, y para mantenerlos a prudente distancia, procuran oscurecer más aún su lenguaje cifrado, con el secreto afán de que ningún lego ose profanarlo”.
Intentar reconstruir el derruido tejido del mundo intelectual en nuestro medio es casi un imposible. De alguna manera todos hemos aportado a la impostura intelectual cuando hemos hecho de cualquier título académico una forma de marginación y de encierro frente las personas con quienes cotidianamente compartimos, ya sean estudiantes, compañeros o comunidad. Sin darnos cuenta terminamos en los vericuetos de la estupidez humana. De esto solo nos salvaría la generosidad y la sencillez; lenguajes propios de la sabiduría y la inteligencia.
Bibliografía
Agustin., S. (20 de 04 de 2016). https://co.pinterest.com/pin/. Recuperado el 10 de febrero de 2022
Serna, E. (2010). Genealogia de la soberbia intelecual. Madrid: Taurus.
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