Una persona con carisma es aquella que posee un don de atraer seguidores a través de su presencia, sus palabras o su personalidad. Los poseedores de esta cualidad se convierten a menudo en líderes sociales, religiosos o políticos. Esto no es algo malo, es parte de la naturaleza humana el buscar a alguien a quien admirar y seguir, pero en ocasiones, cuando el líder carismático ejerce una influencia excesiva, se convierte en algo que amenaza el desarrollo del grupo.
Jesucristo fue un líder carismático, pero también lo fueron Napoleón y Adolfo Hitler, entre otros muchos a los cuales se puede considerar buenos o malos según sus actos y el juicio de la historia. Por lo regular, aquellos que peores efectos han tenido sobre la vida de sus contemporáneos son a los que sus seguidores les han montado un culto en torno a su personalidad.
Este culto a la personalidad suele elevar a un personaje a una categoría de ente perfecto, infalible y casi sagrado, de modo que todo aquel que disienta de sus opiniones y decisiones se considera traidor y es atacado por los seguidores del líder, quienes con una fe ciega pierden la objetividad y la capacidad de pensar por sí mismos.
Cuando este culto se presenta se vuelve peligroso, elimina la libertad de pensar diferente a la corriente dominante y frena cualquier intento de progreso o mejora que proponga algo distinto a lo que el líder señala.
Nuestro país adolece de este tipo de culto y así ha sido desde mucho tiempo atrás. Baste con recordar los ejemplos más característicos. Antonio López de Santa Anna, cuya ineficiencia, por no decirle estupidez, fue la causante de la pérdida de más de la mitad del territorio nacional, fue presidente del país once veces.
Benito Juárez, a quien no restamos sus méritos en el campo de la reforma y defensa del país frente a la intervención extranjera, mantuvo el poder durante catorce años, si bien interrumpidos, pero el hecho es que, de no haberse muerto, habría mantenido el poder.
Porfirio Díaz, quien comenzó su mandato presidencial como liberal y héroe de guerra, se quedó en el cargo por treinta años hasta que la revolución mexicana le obligó a irse, siendo ya tan anciano que si no fuera por el hartazgo de la población bien podríamos haber esperado a que falleciera por causas naturales.
Y está Plutarco Elías Calles, quien tras de terminar su período presidencial se quedó mangoneando a sus sucesores hasta que Cárdenas lo expulsó del país. Luego de Cárdenas podríamos decir que cada seis años se establecía el culto institucionalizado a la personalidad del nuevo gobernante con seguidores e imitadores de su estilo de discurso y hasta de su modito de andar, aunque careciendo del poder que da el carisma.
Cuando se da la transición del gobierno federal hacia Vicente Fox, de nueva cuenta el pueblo mexicano se volcó a apoyar a un personaje que no tenía otra cosa que no fuera carisma, y que pese a su incapacidad manifiesta ganó una elección por el simple deseo de un cambio de régimen.
Y a partir de 2018, con {Andrés Manuel López obrador, tenemos el más reciente ejemplo de este culto. Nuevamente, no buscamos restarle méritos a este gobierno en su afán de buscar una transformación del gobierno para beneficiar a los sectores más desprotegidos de la sociedad mexicana, con programas sociales que alcancen de un modo más directo a estas personas.
Reconocer sus méritos, sin embargo, no debe hacernos cerrar los ojos ante lo que está mal y que los seguidores incondicionales no ven. La estrategia de seguridad es un fracaso. El país se encuentra sumergido en un clima de violencia que es peor que cuando este gobierno inició. Los sistemas educativo y de salud dan pena y el problema de la inmigración es más grave que nunca. Y no, no es solamente por el incremento poblacional normal.
Pero hay algo peor y es que este culto a la personalidad ha hecho que la democracia se vea disminuida, siendo la intervención del personaje en curso la que ha definido a los candidatos para la elección de 2024 y prácticamente ha inclinado la balanza a favor de la persona que él apoya.
En conclusión, el brillo de algunos líderes carismáticos es tal, que ciega a los que le rodean de modo que son incapaces de notar que también se equivocan y que el razonar de forma independiente no es ninguna ofensa.
Lamentablemente, en muchas ocasiones cuando ese brillo disminuye, es ya demasiado tarde para hacer un cambio de rumbo antes de que las consecuencias sean demasiado graves.
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