Ídolos de barro
EL CORREO INDEPENDIENTE

Ídolos de barro

Las personas parecen tener la necesidad imperiosa de admirar a alguien, pero a menudo esa admiración no tiene bases firmes en que sustentarse.

El reencarnado | 3 ago 2023


El admirar a otros es parte esencial de la naturaleza humana. Aprendemos por imitación e imitamos a esos que consideramos que están haciendo algo bien, que son exitosos, que destacan entre la multitud. Queremos ser como esas personas y creemos que si actuamos como ellos su éxito se transferirá a nosotros, que tendremos sus beneficios, “monkey sees, monkey does”.

Pero la cosa no acaba allí, queremos estar cerca de esos héroes, y para estarlo, estamos dispuestos a halagar, a obsequiar, a actuar de modo que agrademos a esas personas, llegando a olvidarnos a menudo de nosotros mismos, y más aún, de lo que es correcto.

Es entonces cuando el encumbrar héroes se vuelve peligroso. Porque admirar no es malo, como lo dije al principio, es parte de nosotros y nos puede llevar a crecer. Pero esto solo ocurre cuando elegimos sabiamente en quien depositar nuestra admiración y hasta qué grado. Cuando esto no ocurre así, la admiración se convierte en fe ciega y una pérdida de voluntad y de responsabilidad.

Para el admirado no es fácil tampoco. Mantenerse en un pedestal haciendo equilibrio para no decepcionar a los que lo miran hacia arriba y evitando los empujones de quienes tratan de derribarlo es una tarea ingrata que los transforma.

Muchos deciden pisar cabezas y convertirse en monstruos, otros se dejan arrastrar por la marea y desaparecer en la nada; pocos, muy pocos, son los que se logran elevar por encima de todo, llevando una vida plena con sus cercanos mientras su luz se convierte en estrella que trasciende el tiempo, ayudando a oros a escalar.

Lo sé porque si algo he tenido en demasía sobre esta tierra es tiempo. He sentido admiración y también he sido admirado. Conozco de sobra lo que es mirar con anhelo hacia arriba del pedestal y también lo que es estar arriba deseando no estarlo.

Muchas vidas son igual a muchos héroes. Recuerdo al cazador más hábil de la tribu, al que admiré y seguí como un cachorro cuando era un niño y del que aprendí lo necesario para convertirme también en uno al crecer. Admirarlo fue bueno, aprender de él la habilidad de la cacería, aún mejor.

Pero no todo fue tan bueno. Aguantar palizas y abusos de aquel hombre y sus amigos a cambio del aprendizaje me llevó a considerar por primera vez que se pueden admirar algunos aspectos de una persona que es completamente aborrecible en otros.

Vivir en el antiguo Egipto me enseñó otro tipo de admiración. La admiración mística, religiosa y política. Había que admirar al faraón, como al sol, porque era Dios, o al menos eso era lo que se nos enseñaba. Y uno lo creía porque en algo había que creer. Yo era campesino entonces, lo que era igual a no ser nadie.

Al menos para otros, porque en el fondo de mí, como cada uno de nosotros, yo era yo. Y esa conciencia absoluta de ser me llevó a reflexionar en que los sacerdotes llenos de defectos que dirigían el templo no eran ni más ni menos que yo. Y el faraón, al que vi por completa casualidad en una ocasión no era otra cosa que un hombre gordo con demasiado maquillaje,

En otros tiempos admiré a generales por sus grandes victorias en batalla, y al conocerlos, como soldado, descubrí que había admirarles sus grandes estrategias… y su absoluta indiferencia al enviar a multitud de hombres a la muerte. Lo interesante en esto es que muchos, yo incluido, estuviéramos dispuestos a arriesgar la cabeza por esos tipos. Solo después, al estar agonizando, llegaba la lucidez suficiente como para pensar en si habría valido la pena.

En tiempos de la revolución francesa fui mujer, creo que ya se los había contado. Y admiraba a los artífices de la rebelión. Los que se levantaban contra la monarquía me parecían grandes héroes. No lo eran tanto en realidad, la mayoría eran tipos desharrapados y flojos que se aprovechaban de la confusión de los tiempos para pasar por lo que no eran y de paso acostarse con jóvenes tontas como lo éramos mis hermanas y yo.

Aparte de esa admiración que podríamos llamar política, yo secretamente admiraba a los nobles. Nunca lo hubiera dicho, pero muchos de aquellos caballeros y damas bien vestidos y educados me parecían muy dignos de admirar.

Hubo un caballero en particular, al que conocí una fría noche a las afueras de su casona. Yo había estado vendiendo leña todo el día, o intentando venderla, porque en esos tiempos el dinero era cosa que no abundaba, y regresaba a mi casa arrastrando los pies, bien desanimada por no poder llevar nada para que pudiéramos cenar algo.

Distraída, por poco soy atropellada por el carruaje que salía de las rejas de aquella mansión. Yo ya había soltado una maldición o dos en contra de los malditos nobles que no se cuidaban de la gente de a pie, cuando el carro se detuvo y un elegante señor se apresuró a bajar y preguntarme solícito si me encontraba bien. El cochero y la dama que le acompañaban trataron de convencerlo de volver al carruaje, pero él no les hizo caso.

Nunca olvidaré sus ojos verdes brillantes y preocupados mientras me ayudaba a incorporarme, pues había yo tropezado al esquivar el carruaje. Me entregó generosamente unas monedas para pasar el susto y me sonrió con amabilidad mientras se despedía para volver a su coche. Gracias a esas monedas mis hermanas y yo pudimos alimentarnos toda una semana.

Volví a ver al caballero varios meses después, cuando con enorme dignidad subió al cadalso para ser guillotinado. Olvidándose de dónde se encontraba y de su próximo y triste final, me dijo al verme a un lado de la escalera, “me alegro de que esté usted bien”, me sonrió, y continuó subiendo cuando le empujaron para que se apresurara.

El hombre todavía tuvo valor para decirles “vamos. ¿Por qué tanta prisa?, no he de ir a ningún lado”. Cruzamos miradas una última vez mientras se quitaba el saco y me lo arrojaba para luego tumbarse y enfrentar su suerte. No quise mirar cuando su cabeza rodó desprendida de su cuerpo. Preferí guardar el recuerdo de sus amables ojos verdes cuando aún vivía.

Ese incidente me hizo admirar más a aquel noble y a los otros que morían con tal dignidad, y un tanto menos a los revolucionarios capaces de semejante violencia. Porque alguien que con paso firme se enfrenta a una horrible muerte sin proferir una queja merece admiración, n'est-ce pas ?

Solo para redondear la anécdota, el saco de aquel señor tenía cosidas algunas joyas y dinero que, junto con lo obtenido por la venta del saco, nos permitió subsistir a mis hermanas y a mí durante un tiempo. Un corto tiempo en verdad, pero peor es nada.

En sucesivas existencias, mientras el mundo se hacía más pequeño al mejorar las comunicaciones tuve ocasión de constatar la admiración a figuras que brillaron y cayeron con singular estrépito. Reyes, reinas, nobles, militares, músicos, revolucionarios, artistas, científicos, conquistadores y cuanta profesión algo pública se les pueda ocurrir.

Ya en el siglo veinte, en México, durante la revolución, hubo muy admirables personajes. Admirables en cierto sentido y peligrosos en otro. Las luchas por el poder desatadas tras el triunfo de la revolución hicieron caer la máscara de más de un héroe. Todos somos luz y sombra, pero entre más alto se está, resultan más visibles, tanto las unas como las otras.

En los últimos tiempos, los ídolos más notorios suelen ser cantantes, estrellas del cine y la televisión, deportistas, políticos, inventores y hombres y mujeres de negocios. Muchos de ellos, por desgracia, no han sabido como manejar semejante fama y han caído víctimas de las consecuencias de una vida pública luminosa y una oscura existencia interior, sin poder controlar los vicios y excesos.

Pero ahora hay otro tipo de figuras a las que admirar. Personajes surgidos como consecuencia de las redes sociales, los llamados “influencers”, los que en su mayoría no tienen otro atributo admirable que la propia exposición pública. Son personas carentes de mérito que aparentan vidas fabulosas y que aconsejan a otros cómo es que pueden llevar ese tipo de existencia.

Y los humanos nacimos para admirar y para imitar, como ya lo he dicho antes. Solo que no es posible ni sano imitar una mentira. Nunca lo ha sido y nunca lo será. Pero muchos, sobre todo los más jóvenes, no lo saben. Y así, engatusados por una ilusión, van detrás de ideales de belleza, prosperidad y felicidad que son inalcanzables o que en última instancia conducen a vidas vacías e insatisfechas.

Ignoro hasta donde se va a llegar con esto, pero sí creo que es sumamente riesgoso el vivir en un mundo donde se reemplazan los liderazgos verdaderos, con bases firmes en principios de honestidad, lealtad, talento y trabajo, por unos que se sustentan en pura apariencia.

Una sociedad que solo cuenta con ídolos de barro los ve deshacerse con la primera llovizna, pero peor aún, al quedarse sin nada a lo que admirar, quedan perdidos y sin rumbo cuando llega el momento de enfrentar la tempestad.

La única forma de prevenir que esto ocurra es educar para ser selectivos al momento de elegir a nuestros héroes, así como lo que en verdad es de admirar de su personalidad.

Me temo que, si no se toman estas prevenciones, mi próxima existencia podría encontrarse con un mundo en donde la evolución se haya detenido, reemplazada por la cultura de la superficialidad.

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