Cuando se escucha de inteligencia artificial no podemos dejar de pensar en una realidad futurista, altamente automatizada, donde las máquinas facilitan la vida del ser humano en todas las esferas de la existencia, agilizando el flujo de la información y el acceso a ella, liberando a la población de las tareas rutinarias y agobiantes.
También está el reverso de la moneda. El auge de la inteligencia artificial que viene a masacrar a la inteligencia natural. Al limitar al máximo la actividad del ser humano como ente libre pensador, este corre el riesgo de caer en una espiral decadente que atrofie la mente y limite la creatividad, convirtiéndolo en un autómata sumergido en la rutina de una vida intrascendente.
Pero hay algo aún más siniestro que la mayoría de las personas, deslumbradas por el oropel de la inteligencia artificial, no son capaces de ver, y que, si no hace algo, cuando se arroje luz sobre esta realidad podría ser demasiado tarde para frenar la decadencia de la sociedad humana. Esto es, cuál es la base del funcionamiento de las mencionadas tecnologías de inteligencia artificial.
El limitado conocimiento y, francamente, el nulo interés y curiosidad de los seres humanos actuales para enterarse del funcionamiento de las cosas es lo que nos ha llevado a este punto. Así como en la antigüedad solía atribuirse todo a la magia o a seres sobrenaturales, hoy tendemos a atribuir la causa de las maravillas modernas a la “Diosa tecnología”, pero sin preocuparnos de investigar más allá.
Cuando hablamos de inteligencia artificial caemos en un error muy común. Este es pensar que la dicha inteligencia funciona por sí misma, por un prodigio de la programación realizada por unos cuantos genios informáticos desarrolladores de algoritmos tan efectivos y maravillosos como la conocida lámpara de Aladino.
No es así. La inteligencia artificial no es tan artificial como su nombre lo indica. Sí hay programadores que crean el sistema, pero sin información, este es un cascarón vacío. Necesita de datos con respecto a todo lo habido y por haber y para ello se nutre de los contenidos que en la internet colocan personas de carne y hueso.
Se alimenta del conocimiento que le ha tomado siglos a la humanidad generar y que se ha puesto a disposición de los seres humanos por este medio electrónico. O sea, que la mencionada inteligencia artificial no es otra cosa que un plagiario electrónico super poderoso, o si se quiere hablar en términos biológicos para dar gusto a aquellos que quieren asimilar a las máquinas con los organismos vivos, es un parásito digital que vive a costa de las ideas del ser humano.
Pero más allá de eso, de robar información con total y amoral descaro, la inteligencia artificial necesita para estructurar esa información de que los datos estén etiquetados, de modo que los identifique como útiles o peligrosos, de otro modo es como el cíclope Polifemo cuando fue cegado por Odiseo y los hombres de este último escaparon ocultos bajo las ovejas del rebaño del cíclope.
Sin esas etiquetas la inteligencia artificial es ciega, no percibe la diferencia entre un dato relevante y otro que no lo es, o que incluso puede ser peligroso u ofensivo. Y es aquí donde entra eso que hace aún más amenazante a la denominada inteligencia artificial. Quienes crean esas etiquetas, como una galera de esclavos al servicio de esa tecnología, son simples seres humanos.
Personas de países en desarrollo a las que pagan un mínimo salario por hora para pasar la vida prácticamente encadenados frente a una computadora, identificando contenidos potencialmente dañinos para que su tirana e invidente dictadora tecnológica pueda navegar con seguridad.
Ante esto cabe reflexionar si este es el futuro que deseamos para humanidad. Un futuro con teléfonos inteligentes y personas cada vez más tontas. Uno donde una parte de los seres humanos se beneficie de la inteligencia artificial mientras que otra se esclavice para asegurar que semejante entelequia continúe operando.
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