Hay ciertas palabras con las que nos encontramos todos los días, las cuales, si bien no es que estén precisamente escritas en carteles o espectaculares, forman parte de nuestra existencia de un modo que no podemos evitar reflexionar en ellas, en su origen, en su uso, y sobre todo en su significado.
Uno de estos vocablos, que considero nos atañe más a las mujeres, por obvias razones, es ese de “dama”, y así, de pronto, decidí dedicar este espacio para compartir algunos pensamientos que al respecto de él he venido formulando desde hace bastante tiempo.
Por principio de cuentas, el término dama se dice se originó en la Edad Media para referirse a las mujeres de la nobleza, aquellas que podían encontrarse en las cortes reales acompañando a reinas y princesas.
Si se tomara en consideración solo el origen del término, únicamente las mujeres que poseen títulos nobiliarios en las arcaicas monarquías que aún subsisten podrían recibir tal denominación. Pero el tema no es así de simple, porque la lengua está viva, evoluciona, y así la palabra dama ha venido a adquirir diferentes acepciones.
La evolución natural en este caso fue pasar de la dama mujer noble, a la dama mujer adinerada. Ya no fue necesario poseer un título de nobleza para que una mujer se considerara dama, solo había que tener los medios para aparentarlo. De este modo, la mujer que pudiera pagar para adquirir los modales, la manera de vestir, el lujo y el modo de vida de la clase privilegiada pasó a encarnar este concepto.
Este concepto aún es uno de los favoritos en nuestra actual sociedad capitalista y superficial por excelencia, y tenemos así a las damas de los clubes sociales, de las asociaciones de Beneficencia, de agrupaciones religiosas, y demás estratificaciones clasistas disfrazadas de promotoras de buenas causas.
Pero la dama adinerada no fue la única transformación sufrida por el vocablo original, surgió también la dama bien educada. Así, el ser damas se puso al alcance de mujeres de clases medias, pues ya no era necesario ni ser noble, ni ser rica, sino solamente hablar y comportarse educadamente, a diferencia de las ordinarias mujeres del pueblo.
Las abuelas y madres de las familias que se preciaban de pertenecer a una clase honorable y bien nacida eran especialmente proclives a inculcar en las niñas y jóvenes el “comportarse como damas”.
Sentencias del tipo de “una dama no se sienta como un hombre”, “una dama no camina desgarbada y como si fuera a golpear a alguien”, “una dama no se pelea a los golpes”, “ una dama no dice malas palabras”, “una dama no es respondona”, “una dama va a la iglesia todos los domingos”, “una dama no sale sola de su casa”, etc., contribuyeron a crear generaciones de damas “bien educadas”, “bien portadas” y en suma, sumisas, poco dadas al pensamiento libre y crítico y tolerantes de la cultura machista imperante.
A esta dama podríamos llamarle quizás, la dama de ornato, ejemplo perfecto de la famosa “damisela en apuros”, que necesita un hombre que la rescate,
Por fortuna, estas damas bien portadas eran seres humanos y entre ellas surgieron rebeldes a quienes las restricciones del término les quedaron chicas y tomaron la decisión de convertirse en algo más, en seres fuertes y poderosos, mujeres empoderadas, como se dice ahora.
En nuestra actualidad, sin embargo, se sigue usando el vocablo “dama”, aunque de un modo más genérico, para referirse a todas las mujeres. Tenemos así baños de damas, probadores de damas, eventos para damas, damas de honor, primeras damas, etc.
Con tal generalización podemos pensar que de tanto evolucionar, la dama ha dejado de existir, que al abarcar todo, ha devenido en nada. Muchas veces me he preguntado si todas las mujeres son damas o si ninguna lo es.
Mi conclusión muy particular es que la dama sigue existiendo, que, despojada de todas sus implicaciones de nobleza, riqueza, apariencias, complacencia y sometimiento, surge con mayor fuerza para burlarse de las “ladies” de la ridiculez que se exhiben en los medios y redes sociales.
Una dama es entonces la persona que se conduce con respeto, con amabilidad, con integridad, cuya nobleza está implícita en su conducta para con quienes le rodean. No pregona de actos benéficos, sino que cumple con sus deberes porque lo son. Sus principios dictan sus actos y no duda en ir en contra de lo que no va con ellos.
Este último concepto engloba tanto a mujeres como a hombres. De modo que cuando se dice de un varón que “es una dama”, no es un atentado a su masculinidad, significa que es una persona que a moldeado su conducta con lo mejor que la humanidad tiene para ofrecer cuando de convivencia humana se trata.
Asimismo, si medimos a cualquier mujer con esta vara, resulta que no todas merecen el calificativo de damas, ni siquiera algunas que lo sean por título nobiliario. No lo son las que insultan, humillan, discriminan o hieren a otros con intención, no importa si nacieron en cuna de oro o si labraron su fortuna personal con negocios o relaciones.
Así que, cuando me preguntan si me considero una dama, siempre considero la más avanzada transformación de dicha palabra, y con una sonrisa respondo que estoy en ello.
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